martes, 25 de junio de 2013

PENNY LANE Por Melisa Circelli

Penny Lane la llamaba en mis cartas, como el nombre de aquella canción de los Beatles que tanto me gustaba. Ni siquiera sabía de que se trataba la letra, pero me remontaba a aquellos tiempos que tanto había disfrutado, al la niñez, cuando no tenía problemas y ni siquiera sabía que significaba preocuparse por algo. A Penny Lane pertenecía esa poesía que día a día dejaba sobre el papel. Cada noche Penny Lane se apoderaba de mis manos y narraba los versos del siguiente poema. La apodaba Penny Lane para que mi amor fuera tan secreto como los versos que tanto le dedicaba. Aunque a veces sentía deseos de escribir Celeste en las cartas, el miedo a que alguien pudiera encontrarlas me atemorizaba y Penny Lane, el dulce apodo que había elegido, tomaba su lugar…
Me senté a su lado, la abrace tan fuerte como su cuerpo me lo pedía y mientras la escuchaba llorar pensaba en lo perfecta que era, en lo hermosa que se veía aun con su rostro mojado y los ojos brillosos y rojizos por tanto llanto.
Al fin estaba donde había soñado tantas veces, la tenía en mis brazos, junto a mi… conmigo, pero no se sentía como lo había imaginado, la veía tan frágil, tan débil… destrozada. Su mirada no era la misma, sus ojos se fijaban en mí más que nunca, sin embargo parecía no mirar nada. No lograba comprender cómo esa persona tan fuerte que yo conocía, se estaba derrumbando en mis brazos, cómo se ahogaba en un mar de lágrimas, cómo agonizaba pidiendo ayuda… y yo no podía ayudarla.
La acompañe hasta su casa y me pidió que me quedara con ella. Lo hice. Le aconseje que se acostara y que tratara de dormir. Me quedé a su lado mientras lloraba en la cama. En un momento me tomó la mano, la sujeté fuerte, pero tímidamente, como si fuéramos dos niños buscando el primer amor; y le prometí que me quedaría hasta que se durmiera. Conversamos durante un rato.  Me decía que estaba sola, que no tenía amigos, que a nadie le importaba lo que pasara con ella; sentía que lo que me confesaba lo decía por primera vez, que me revelaba lo que nadie conocía de ella. Sin pensarlo le respondí “a mi si me importás… yo te amo”. me miró fijamente, esta vez su mirada verdaderamente se perdía en mis ojos, y me dio un suave beso en la boca; me quedé desconcertado; ese beso que tantas veces había imaginado había sido inmensamente mejor de lo que yo suponía; fue ese beso que había esperado por años el que me hizo sentir vivo otra vez. Esperé a que se quedara dormida y me despedí en silencio… sin saber que sería la última vez que la vería.
Volví a casa caminando distraído, pensando en ella, buscándole una solución a sus problemas pero sin encontrarla, recordando sus ojos llorosos y su cara de desesperación; pero al mismo tiempo sonriendo y recordando ese dulce beso que me había hecho sentir que tal vez no todo estaba perdido para mí… pero quizás sí para ella. Llegué a casa algo cansado, me acosté pero no pude dormirme. Estaba ansioso, excitado, aunque todavía no podía entender porqué.
Cerca del mediodía me levanté, fui al baño, me lavé la cara exageradamente, como si sintiera estar en un sueño y supiera que sólo es eso, un sueño; cuando me miré al espejo, me ví distinto, “¿será que al fin me siento feliz?” Pensaba ¿Un beso había logrado eso, hacerme feliz? ¿O sería la satisfacción de haber estado ahí para ella, de que al fin había sido yo el que de alguna forma la había ayudado? Esa tarde encontré en la puerta de entrada un papel de ella que decía:
“Gracias por haber estado cuando más lo necesitaba… nunca te voy a olvidar”.
Durante días traté de encontrarla. La llamé, pregunté por ella, pero nunca recibí una respuesta. Un tiempo después me crucé con una de sus amigas y le pregunté por ella, como estaba, que era lo que le había pasado; la llené de preguntas, pero no respondió ninguna; sólo me dijo que el padre se la había llevado, que se habían ido de la ciudad y que ni siquiera se habían podido despedir. Me comentó otras cosas, pero yo ya no la escuchaba, parecía hablar muy bajo, como si alguien hubiera bajado el volumen de su voz, simplemente no podía escucharla. Llegué a casa y me encerré en el cuarto. Intenté contenerme, pero no lo logré. En ese momento lo único que podía hacer era llorar… lo único que quería, era llorar. Durante un tiempo no quise saber nada más sobre ella, sólo trataba de olvidarla.
Los años me pasaron como a todo el mundo. Con el tiempo las cosas que me gustaban y que alguna vez había hecho bien, desaparecieron, se desvanecieron, como si alguien las hubiera borrado de un papel.
Cada noche me atormentaba la pesadilla de un amor que nunca había podido concretar. Celeste vivía en mi mente, y aunque a veces lo deseaba no podía librarme de ella, y si bien en esos sueños yo me sentía tan feliz, completo; al despertar todo se deshacía y la vida real me inquietaba nuevamente. Algunas veces, en mis sueños más profundos, podía escuchar su canción, Penny Lane, esa melodía que no me dejaba en paz, que sonaba una y otra vez en mi mente y que nunca había podido borrar de mi memoria.
Llevaba años sintiendo que algo había faltado, tal vez era algo que no había hecho por ella. Y aunque analizaba una y otra vez lo poco que sabía de su vida, siempre terminaba en lo mismo, sin saber nada… quizás eran las cartas, estas fastidiosas cartas, esa centena de cartas que en algún tiempo lejano había querido darle, y que ahora solo quería destruir, pero que no podía dejar de leer cada vez que el tiempo me entristecía con recuerdos de algo tan lejano como lo era su sonrisa. A veces el día amanecía junto a mí; no dormía para leerlas lentamente y así no perder algo que pudiera darme una respuesta. Pero una vez más no hallaba ninguna…
Recuerdo aquel día, como su beso. Fue un dieciséis de agosto. Casualmente había comenzado con un inusual buen humor. Esa mañana todo se sentía distinto, todo se veía distinto… todo fue distinto. No sé porque pero salí a caminar, el sol estaba muy fuerte, me daba justo en la cara, no permitiéndome ver los rostros de quienes transitaban esa mañana, como si cada uno fuera un reflector y me cegara si quisiera verlo fijamente. Paré en el café del centro, miré hacia  dentro, y cuando estaba por seguir con mi caminata, algo me incitó a entrar. No entraba a un café hace años, desde que era adolescente; cuando crecí empecé a entender que tenía obligaciones, que ya no tenía tiempo para entrar a esos lugares, pedir “un cortado” y pasar el resto de la mañana mirando por la ventana quien pasa por la vereda, como suelen hacer quienes se la pasan allí. Entré, pedí un cappuccino y me quedé un rato, mientras veía a la gente pasar. Pensaba cuántos de esos rostros estarían demostrando su verdadero estado, cuántas de esas sonrisas serían de felicidad, cuántos de esos rostros amargos, tristes, tendrían verdaderos problemas, o cuántos esconderían alegría; entre tantas caras distinguí una en la vereda de enfrente con una sonrisa particularmente familiar. Me quede mirándola un momento. Era un rostro conocido, pero ¿Quién era? De repente aquella música comenzó a sonar en mi cabeza, era la melodía de Penny Lane nuevamente, pero esta vez más fuerte que nunca, no me permitía oír nada. “Señor, ¿se le ofrece algo más?” escuché. Era el mozo, lo miré sin prestarle demasiada atención y le respondí que no, cuando me volví para fijar la vista en aquel rosto, la melodía se cortó, ya no estaba.
Mientras buscaba desesperadamente una forma de encontrarla, recordé que un viejo amigo me debía un favor, y afortunadamente para mí era una persona con muchos contactos que quizás podría ayudarme. Lo llame, y le pedí por favor que hiciera todo lo posible por encontrarla, le di los pocos datos que recordaba y esperé.
Desde aquel día no falte ni una sola mañana al café. Iba temprano, pedía un cappuccino y esperaba mirando por la ventana a que apareciera. Otra vez la historia volvía a repetirse, nuevamente pasaba mis días esperándola… Pasaron siete mañanas, y ella no apareció; catorce mañanas, ningún rostro; diecisiete y ninguna melodía en mi cabeza. Contaba cada mañana que pasaba, como si tuviera un almanaque en mi mente dedicado a contar los días desde que la había visto, como  cuando era chico y contaba ansioso cuánto faltaba para mi cumpleaños, pero en este caso podía pasar toda la vida para volver a verla. Recuerdo que fue la mañana número dieciocho, a la hora pico, cuando ya me estaba rindiendo. Sacaba la billetera para pagar, y justo antes de tomar el billete, la escuché. Si, era otra vez la melodía. Rápidamente miré hacia afuera, y ahí estaba, parada en la vereda hablando con alguien por teléfono, me apresuré a salir, la miré, me devolvió la mirada. Aquellos ojos color miel me atraparon como antes, los recordaba tan bien… le combinaban con el cabello claro y largo; estaba igual, pero un poco más grande, y esta vez parecía feliz, la imagen que me había dejado aquella última vez desapareció en ese momento. Cortó el teléfono y me sonrió, había esperado once años para volver a ver esa sonrisa. Quise ir a hablarle, pero no podía mover los pies, parecían estar pegados al suelo… la ví desaparecer en una esquina. Al menos, había cumplido su promesa, no me había olvidado.
Comencé un nuevo conteo, y esta vez fue la mañana número diecisiete. Recuerdo que se me había hecho tarde; antes de entrar escuche la melodía, me di vuelta sobresaltado, pero esta vez no estaba allí. Desilusionado entré al café mientras la música en mi cabeza no cesaba. Confundido me dirigí a mi mesa, la segunda mesa junto a la ventana del lado izquierdo. Siempre estaba vacía, pero esta vez no, para mi sorpresa ella estaba en mi lugar, me sonreí y sin pensarlo me senté a su lado. Le pregunte si me recordaba y soltando una silenciosa carcajada me respondió “¿Cómo olvidarte?”. Charlamos hasta tarde, pero no me atreví a preguntarle que había pasado aquel día; ella tampoco comentó nada del tema. Si bien no quería que se fuera, nos despedimos. Antes de perderla de vista le pregunté: “¿te voy a ver otra vez?” “Por supuesto” me respondió.
Una calurosa tarde de septiembre recibí un llamado; era mi amigo. “Te tengo la información” me dijo. Me reí, “No te hagas problema, ya la encontré” le respondí. Me pidió que igualmente nos reuniéramos al día siguiente en el café de siempre, parecía nervioso, incómodo. Yo no entendía porqué e igualmente accedí.
“Se me hizo tarde, disculpa”, le dije y comenzamos la charla. Le expliqué que ya había encontrado a Celeste, pero parecía no entender. Sin dar vueltas me dijo que era imposible, que había muerto hace once años en un accidente automovilístico mientras volvía a la ciudad junto con su padre. Ambos habían fallecido en el accidente. “Pero… si yo la ví, estuve hablando con ella el otro día” le dije. No me creyó.
Hoy ya han pasado seis mil doscientas cinco mañanas desde aquel beso, yo mismo me ocupe de contarlas. Cada mañana sigo viniendo al café, me acomodo en mi mesa y espero que comience a sonar la melodía en mi cabeza, y ahí Celeste, mi amada Penny Lane llega, me abraza fuerte, me acaricia muy suavemente la mejilla  y me canta al oído la canción…

 “In Penny Lane there is a barber showin
Photographs
Of every head had the pleasure
To know.
And all the people that come and go
Stop and say “Hello”.
On the corner is a banker with a motorcar,
The little children laugh at him behind his back.
And the banker never wears a mac
In the pouring rain very strange.
Penny Lane is in my ears and in my eyes,
There beneath the blue suburban skies…”       *

Me dijeron tantas veces que Celeste había muerto, pero yo no les creo.  Aún conservo las cartas, se las leo cada vez que viene, y así sabe que nunca la dejé de amar, ni siquiera en aquellos once años que estuvimos alejados. Y hoy al fin estoy donde siempre soñé, la vida me dió el regalo más bello. Después de tanta espera, después de diecisiete años, después de tantas mañanas, al fin estoy junto a ella…

*En Penny Lane hay un peluquero que exhibe / Fotografías / De cada cabeza que ha tenido el placer/ De conocer. / Y toda la gente que va y viene / Se detiene y dice “hola”. / En la esquina hay un banquero con un auto, / Los chiquitos ríen a sus espaldas. / Y el banquero nunca lleva impermeable / En la lluvia torrencial, que raro. / Panny Lane está en mis oídos y en mis ojos, / Bajo los cielos azules del suburbio…

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