Estaba en aquel cerro la iglesia y el eremita,
cerca de una roca escrita con pintura seca y blanca
diciendo no sé que idioteces de un amor eterno
y breve como el alma.
El cielo cultivaba los tensos claros
donde el pobre fue a cortar un poco de leña de retama,
quizás para la cena,
y donde sus augustos moradores: elfos, hadas, duendes,
han huido a esconderse en alguna página.
El camino, pedregal sediento,
como si fuera un ánima
descubre ante mí los retorcidos restos
de aquello que antes fuera una estatua
a la madre. El sol quieto, brazo joven,
al cemento desgarraba.
“Iba por la casa, la fiel silenciosa
¡Frescura y nostalgia, ángel del aroma!
gemía el letrero
de aquella cuyo rostro pertenece al alba.
Por otro sendero
un futuro de rocas llamaba desde el breve suelo:
Hay latas vacías, muertas, despeñadas
y cajas de vino horadadas, secas,
junto a bolsas deformes que el pegamento ablanda
como frescos ataúdes deseosos de jóvenes inquietos
que comen su propia carne con inocencia amarga.
Bajando el camino, a uno y otro lado
sin cesar miraba
pegamento, bolsas, óxido, cajas.
La estatua a la madre, la ermita de fe,
y aún la retama
sangrando del cielo como si fueran lágrimas.
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