El doctor Ricardo Gutiérrez pasaba todas las mañanas, camino del hospital, por un conventillo en cuya puerta jugaba cotidianamente un grupo de chicos. Un día su ojo experto echó de menos a uno; volvió a notar su ausencia al día siguiente, y se detuvo a inquirir:
- ¿Y el rubio? preguntó
- Está enfermo, señor.
Y, en efecto, conventillo abajo, en la última pieza, tirado sobre unos trapos, pálido, enfermo, estaba el rubio, al lado de la madre, una obrera.
- ¿Quién cuida a este niño?
- Un curandero...
- Desde hoy lo cuido yo.
- ¿Y usted quién es?
- Ricardo Gutiérrez.
Horas más tarde el generoso médico selecto espíritu que gustaba restañar en las almas el mismo dolor que curaba en las clínicas y cantaba en aquella sollozante lira monocorde- volvía trayendo él mismo los remedios: los remedios eran juguetes, una profusión de juguetes, y cuando se retiró dejando su rubio sano y bueno entre los muñecos y los pierrots, que parecían sonreírle fraternalmente como si también ellos sintieran la dicha inefable de transmitir un poco de felicidad, dio este diagnóstico, que sólo podía inspirar su doble alma de sabio y filántropo:
- Su hijo no estaba enfermo, estaba triste.”
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