martes, 25 de junio de 2013

El guapo que nunca fue - Ezequiel Feito

La luna se iba a cruzar fatalmente en aquella esquina de Salta y Pavón. El almacén jugaba con el oro bajo de la tarde con una pereza soñolienta, casi como arrastrándose.  En el estaño que el dueño había improvisado, un hombre de traje gris estaba bebiendo.
Sus ojos iban alternativamente del vaso a la ventana, de un vidrio a otro. El sol entraba y encendía con un fuego pobre el vaso y reflejaba en la ventana una mezcla de grises encendidos de extrañas fosforescencias que iban consumiendo la vida de aquellos que pasaban por la vereda.
El hombre dejó el vaso y tanteó el cuchillo como quien recuerda una cita. Eran casi las siete de la tarde.  Pronto anochecerá y los dos hombres jugarán el cuidado de tantos años a un sólo gesto.
Miró profundamente hacia la calle. Faltaba poco. Un gesto mecánico de fastidio llevó al hombre a pedir otra caña, apurando la bebida y el reloj al mismo tiempo.
El trago le cayó áspero.  De repente le vino a la memoria la historia de aquel rencor.    Despierto, soñó dentro de sí una a una las imágenes.
El baile, el patio, la música, la orquesta, los hombres, las mujeres, el rápido girar de los cuerpos, las luces que descaradamente deformaban las siluetas, aplastándolas contra el piso arrebatándoles la gracia y la identidad.
El hombre sonreía.
De repente se endureció. Las imágenes estaban ahora como cortadas en mil pedazos. Desencajadas, vagaban siniestramente en la noche como queriendo arrebatar un alma. Unas pocas palabras bastaron para que todo desapareciese y que para él, el único ofendido, no le quedase más salida que matar. Lo había esperado afuera durante mucho rato, hasta que con una sonrisa burlona comprendió que se había escapado.
Pidió y tomó otra caña. Recién eran las siete y cinco. Le parecían una eternidad esos pocos minutos que comúnmente nada valen. Miró el reloj de la pared, la ventana. No habían cambiado mucho. El sol seguía desgastando las figuras e incendiaba algunos árboles y edificios. Los iba consumiendo lentamente como si fueran minutos o segundos.
Volvió a pedir otra caña. Había comenzado a tener cierto fastidio. Una especie de niebla lo iba envolviendo lenta y pausadamente haciéndole sentir una flaccidez desconocida hasta ese momento y que él atribuyó al alcohol; lo cierto es que le parecía que había pasado un siglo desde que había entrado a ese bar o almacén a esperar a uno que cierta noche lo llamó cobarde.
Volvió a mirar el reloj. Siete y seis minutos. Un sudor tibio y denso le corrió por el cuerpo como si se estuviese deshaciendo. Su cuello, su nuca y su frente le parecían hechas de cera.
Se acomodó la ropa y secándose con el pañuelo trató de improvisar cierta compostura. Miró una y mil veces el reloj, la ventana, la calle y el sol que seguía iluminando con su enfermiza luz aquel paisaje malsano y deforme. Recién ahí se dio cuenta de que el tipo jamás llegaría. Nunca mataría a aquel que lo ofendió ni tendría la oportunidad siquiera de salir de aquel lugar (bar o almacén) porque sin duda había descubierto lo terrible: Ya estaba en el infierno.

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