martes, 25 de junio de 2013

Marcelo - Ezequiel Feito

Ese mediodía, cuando Marcelo llegó a su casa, lo primero que hizo fue dejar sus carpetas y el guardapolvo en una pieza e ir corriendo a la cocina. Cuando estaba terminado su plato de polenta, el padre le dijo:
- Marce, desde mañana necesito que me ayudes en mi nuevo trabajo. Es repartir leña a domicilio. Te juro por lo que más quiero que no encontré otra cosa.
A Marcelo no le agradó ni le desagradó eso de ir a trabajar con su papá. Ya desde los ocho años venía dándole una mano cuando de la fábrica se traía alguna changuita extra para estirar un poco el sueldo hasta fin de mes. “Esos fueron los mejores años”  pensó Marcelo-
Pero ahora que lo habían despedido, sabía que no le quedaba otra salida. Eso sí, tendría que dejar la escuela hasta que la cosa mejorara. No era la primera vez que faltaba, y además, a sus diez años, casi once, ya le empezaba a parecer aburrida.
Había pasado una semana cuando Marcelo le dijo a su padre:
- Pa, la maestra vino a visitarme.
- ¿Para que?
- Para darme una beca.
- ¿Una beca? ¿Y qué es eso?
- Una ayuda para que vuelva a la escuela y deje el carro.
- ¿Una ayuda? ¿Y qué te dan?
- Plata.
- ¿Cuánto?
- No sé.... me dijo que eran 300 o 400 pesos.
- ¿Y vos pensás que con eso vamos a comer?
- Tendría que ir a la escuela mañana.
- No hijo, mañana vamos a ir a cargar más leña.
  Conseguí un lote muy barato. Si lo vendemos bien,
  capaz que nos alcanza para comprarte zapatillas.
- Igual extraño la escuela...
- ¿Te das cuenta que la escuela no nos puede dar de
  comer a los cinco? Andá, andá a acostarte que
  mañana salimos temprano.
Por muchos meses, todas las mañanas y tardes Marcelo estuvo trabajando con su padre. Había dejado de tener el aspecto del niño que iba a la escuela, por el de un muchachón pobremente vestido, flacucho, casi descalzo y con su pelo tan enredado que parecía haberle declarado la guerra a cuanto peine tratara de alisarlo.
Su madre, que antes se fijaba que estuviera bien limpio, revisándole la mochila para ver si llevaba las carpetas, el lápiz y la birome, y el delantal hasta el último detalle, ahora ni siquiera lo miraba. A las apuradas, cuando salía a trabajar le daba un corto beso de refilón, como de compromiso, y se paraba junto a la puerta a mirar la calle hasta que se alejaba el carro.
Con el tiempo supo que fueron a visitarlo una asistente escolar y la directora; pero como no estaba, las atendió la madre y no volvieron más por su casa.
Regresó a eso de las 6 o 7 de la tarde, y en vez de tirar el guardapolvo y las carpetas, se acostó casi sin cenar con el mismo gesto en el rostro con que se levantaba para trabajar todo el día.
Una mañana se miró al espejo. Le pareció haber envejecido diez años, pero no tuvo tiempo ni ganas de llorar. El carro y el padre estaban afuera esperándolo.
Pasó otro tiempo más, y una mañana vio que su hermano menor estaba poniéndose su delantal. Por la tarde, lo encontró haciendo los deberes detrás de un enorme tazón de leche con chocolate y un plato lleno de galletitas dulces.
Miró a su madre, abrió la heladera y se sirvió lo que quedaba del sachet. Tomó un pan y fue a darse una ducha.
A fin de año hubo una fiesta en la escuela. Marcelo fue con toda la familia ya que su hermano sería escolta de la Bandera Nacional. Mientras iban formándose, trató de reconocer a sus antiguos compañeros de curso. No estaban. Preguntó por ellos a una portera. Habían egresado hace dos años.
-¡Cómo pasa el tiempo!  dijo -
Y silenciosamente, sin que nadie se diera cuenta se retiró antes de empezar el acto, antes de que su hermano pasara al frente como escolta con su delantal impecablemente planchado, entre los aplausos de la gente y de sus padres.



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