Ezequiel amigo:
Como en estos tiempos de escasez vemos proliferar en abundancia odas de elogio y homenajes para algunos artistas de nuestra aldea, se me ha venido al recuerdo de sopetón una antigua fábula muy a propósito para la circunstancia.
Como sabrás, la memoria nunca es completa: al mismo tiempo se me ha olvidado el nombre del autor que ya quisiera homenajear, porque rebuzno que muy mucho lo merece. Pero, en fin, sea Esopo o Samaniego o como en suerte le tocara apodarse, mi flaco juicio colige que algunos detalles por él ignorados deben expresarse aquí. En eso empeñaré mi pluma en honor tuyo, no porque seas un muy buen amigo ni aún un auténtico poeta, sino por tu admirable cualidad de permitir el arranque de algunos artefactos más tercos que el burro de la fábula, habilidad que valoro en las mañanas y merecen no digo esta reseca historia sino una oda que algún día compondré lira en mano y laureles ciñendo mi frente, después que haya evaluado un librito que tengo al alcance pero no llego a tocar desde tiempo ha, por más que estiro mi contracturada voluntad.
Dice ésta, más o menos, que en los prados aledaños a una aldea de cuyo nombre quiero acordarme pero no puedo, hacía pastar sus cabras un mozuelo, mientras vagaban sus ensueños entre los pliegues de las amplias y largas faldas de una mozuela muy buscadora que lo tenía insomne y más inquieto que de costumbre, no tanto por la falda en sí, no muy distinta de las que otras arrastraban por esos pastizales, sino por lo que él imaginaba habría debajo, de lo cual aún tenía apenas una confusa idea.
Ocurrió entonces que para calmar sus ansiedades dióle por trepar a unos peñascos bastante empinados, y en eso estaba cuando entre unos arbustos descubrió una flauta o caramillo, o como se denomine el tubo con boquilla en un extremo y algunos orificios sobre los que sus dedos cayeron como pintados. Dióle también por exhalar un largo suspiro recordando a su moza, al tiempo que embocaba entre sus labios la referida boquilla. Y hete aquí que el instrumento emitió un quejido largo, muy acorde con el sentimiento que dominaba al casual ejecutante. Ni qué decir con qué asombro comprobó que moviendo los dedos sobre los ya mencionados agujeros, el sonido recorría las escalas de lo grave a lo agudo y viceversa, tal como el corazón del improvisado flautista pasaba del aburrimiento de ver pastar las cabras, a la ilusión de hallar a su moza tomando el sol o secando sus faldas extendidas en algún matorral, y viceversa también, ya que de inmediato cabras y no moza vislumbraba por doquier.
Así se entretuvo un buen rato, soplando y moviendo los dedos, y adquiriendo poco a poco cierta destreza, la suficiente como para que los sonidos coincidieran con las subidas y bajadas de su joven e inexperto corazón por los senderos interiores del sentimiento.
-¡Soy un artista!- exclamó alborozado, deduciendo que no otra cosa podía ser quien transformaba los silenciosos vaivenes del alma en sonidos capaces de competir con el silbo del viento entre los pastos y con los zorzales alimentados a cerezas que acompañaban sus melodías desde los árboles.
-¡Soy un artista!- se repitió, mientras las cabras se dispersaban por un monte cercano, para regocijo de una manada de lobos que por primera vez apreciaban debidamente la gran utilidad que las artes tienen en el mundo, sobre todo si de música se trata.
Como suele acontecer en los cuentos o fábulas, acertó a pasar por allí un carruaje y asomó por la ventanilla una cabeza un tanto grotesca, de pelo enmarañado y mirada agresiva, que no era por supuesto una princesa, un hada ni siquiera una mozuela faldonuda, sino más bien una imagen de ogro tempestuoso. Las ruedas se clavaron al tiempo que el pastor dejaba de soplar y comenzaba a pensar en qué habría sido de sus cabras, ya que sólo veía pasar lobos relamiéndose.
Del carruaje bajó un individuo rechoncho, vestido de arrugado frac, que presuroso se encasquetó una galera abollada, empuñó un bastón e insertó en su oreja un cono largo que orientó hacia el pastor.
-¡Toca, toca!- le ordenó, como si fuera un soberano rey dirigiéndose a su bufón.
El mozo, amedrentado, volvió a soplar y a mover los dedos, pero como ya su sentimiento se había esfumado con la distracción del carruaje y el ogro, sólo consiguió emitir sonidos dispersos, que aunque bien representaban su confusión del momento, lejos estaban de enorgullecerlo lo suficiente como para seguir considerándose un artista.
El del carruaje arrojó su galera al suelo y la aplastó a bastonazos y pisotones, se quitó el cuerno de la oreja y expresó algunas frases muy inconvenientes para que puedan ser reproducidas en un relato decente y fiel como éste pretende aparentar.
El pastor, que nada comprendía de lo que estaba sucediendo, sólo oyó entre imprecaciones y golpes secos de bastón sobre galera:
-¡Espantoso! ¡Horrible! ¡Bah, bah! No tiene tono. Has pifiado la mitad de las notas y tu melodía es más pobre que la de un zapatero claveteando suelas viejas. ¡Qué se te ha dado por la música, voto al infame corso y sus cañonazos sobre Viena! ¿Qué crees que llegarás a componer con esa digitación de cuadripléjico y esos pulmones de asmático? ¡Sólo faltaría que seas un sordo inútil! ¡Si ya no hubiera terminado mi octava sinfonía, incluiría en ella tus desatinos armónicos para que fueras el hazmerreír en los salones del archiduque Rodolfo! ¿Qué esperas para escuchar mi sexta y saber con qué música deben danzar los pastores como tú? ¿Crees acaso, so tonto, que merecerás que un Grillparzer escriba un poema para tu funeral? ¡Voto al demonio corso ahora emperador! ¡Cochero! ¿Qué esperamos para continuar nuestro camino? Ya casi se me olvida el final que tengo pensado para mi novena, con tanto chillido de mal caramillo perturbando al coro.
El carruaje lo dejó envuelto en una nube de polvo y el pastor, con los labios resecos, volvió a suspirar por la boquilla, esta vez en un lánguido e interminable adagio que le inspiraba el recuerdo de sus cabras perdidas y cierto regusto a vacío que le subía desde las tripas.
El renovado ensueño de las faldas de su moza le encendió media sonrisa y sopló entonces un poco triste por las cabras, en tempo lento digerible, y otro poco reanimado por la ilusión de encontrar a quien sabía que lo buscaba, en tempo presto cuasi frenético.
-No hay duda - se dio ánimo- que soy un artista. ¿Qué puede saber ese petizo patizambo, por más que diga que ha compuesto ocho sinfonías? El Kapellmaister de mi aldea ya lleva más de trescientas y aunque nunca se hayan ejecutado, porque no hay orquesta digna de hacerlo, él dice que maneja mejor la armonía y el contrapunto que un tal Bache o Baj o como se llame, y supera en número al otro, al tal Haidín, que se las daban ellos de grandes músicos, como éste que acaba de distraerme.
-¡Qué! - gritaba a la nube de polvo que se alejaba por el camino-. ¡Cuando mi moza me escuche sabrás, viejo galerudo y estúpido, lo que puede un verdadero artista como yo! ¡Al diablo tus claves y corcheas, tu coro y tu corso cañonero, que ni sé quién pueda ser! ¡Yo soy un artista! ¡Ay! ¡Sólo me falta saber qué hay debajo de esas faldas, para que mi arte se complete y mi espíritu se consume! ¡Ay! ¡Ay! y la flauta acompañaba sus quejidos, mientras sus pasos le marcaban el compás, rumbo a la aldea.
Ocurrió también, como en cuentos y fábulas suele darse por muy natural, que coincidiera con su andar un burro ya inservible para el trabajo al que enviaban al matadero, aunque él creía de buena fe que lo esperaba el tierno pienso de su establo. Al oír la flauta paró las orejas, muy atento, y emitió un largo rebuzno de aprobación, que resonó casi casi como una sentida oda de elogio en los oídos del pastor.
-¿No es verdad - quiso éste confirmar- que soy un gran artista?
El burro afirmó una y otra vez con la cabeza, ya que desde tiempo atrás no hablaba, por considerar el uso del lenguaje un banal ejercicio demandatorio de reglas y diccionarios, nada útil para el bien vivir y prosperar.
El pastor se sintió regocijado, en la plenitud de su arte, al haber conseguido sin proponérselo un público adicto que lo admiraba, aunque de momento se tratara de un burro único, mudo e inservible, en camino al matadero.
Pero poco duró su alegría, se deduce de la versión original, sea de Esopo, Samaniego o quien fuera, que no era nada tonto el mozuelo, condición que demostró de las siguientes tres maneras:
Una, que no volvió a tocar la flauta, a la que sabiamente adjudicó ser la causante de sus exaltaciones y caídas.
Dos, que ni bien llegó a la aldea, sintiéndose algo deprimido, y como para esa época no se había inventado aún el psicoanálisis, se fue derecho a la taberna, empeñó la flauta o caramillo o como se llame, y en un par de horas salió de lo más alegre, satisfecho de poder eructar por las calles como bien correspondía a su nativo status de pastor, actitud que en un músico se hubiera considerado una grosera disonancia.
Y tres, que al día siguiente, ya aventada la resaca de su antidepresivo tabernario, sin música como el sordo insolente del carruaje, sin palabras como el burro adulador, sin cabras como él mismo, pero con gestos muy claros, dio a entender sus intenciones a la mozuela de sus desvelos y juntos pasaron una tarde espléndida, libres de cabrunas lobunarias y polleras ocultatorias.
El innombrado fabulista concluye, al estilo del género, que en algún momento el pastor se convenció de que debía renunciar a sus veleidades de artista, no tanto porque un sabio músico lo criticara, sino más convencido por los elogios de un burro, y le hace pronunciar una frase que a mí me parece de excesivo formalismo en su boca, pero que dice algo así:
-Si el sabio me cuestiona, mal; pero si el burro me elogia, peor.
Tengo para mí que es ésta la moraleja justificatoria del cuento y nada más. Sospecho que de cara al cielo aldeano, satisfechas las mutuas y apremiantes necesidades de conocimiento de aquello de lo que aún no estaban anoticiados por los pedagogos de la época, pastor y mozuela habrán reído juntos a rabiar, testimoniando que en el buen humor hay un arte que no puede menos que ser grato a la mirada comprensiva de Dios.
Afectuosamente:
Jorge A. Dágata (remasterizador de la fábula)
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