(Alocución pronunciada en Pleyel, en
noviembre de 1948, durante un encuentro
internacional de escritores, y publicado
por La Gauche, el 20 de diciembre de
1948)
Vivimos en una época en que los hombres impelidos por ideologías mediocres y feroces, se acostumbran a tener vergüenza de todo. Vergüenza de sí mismo, vergüenza de ser felices, de amar o de crear. Los escritores y los artistas de hoy tienen también la conciencia sufrida y está de moda entre nosotros hacernos personar nuestro oficio. En verdad, se pone cierto esmero en ayudarnos a ello. De todos los rincones de nuestra sociedad política se levanta una gran protesta en contra nuestra que nos obliga a justificarnos. Debemos justificarnos de ser inútiles al mismo tiempo que de servir, por nuestra misma inutilidad, a malas causas. Y cuando respondemos que es muy difícil quedar limpios de acusaciones tan contradictorias, se nos dice que no es posible justificarse a los ojos de todos, pero que podemos obtener el generoso perdón de algunos, tomando su partido, que es, por otra parte, el único verdadero, en el caso
de creerles. Si este tipo de argumento falla, entonces se le dice al artista: “Observe la miseria del mundo. ¿Qué hace usted por ella?” A este chantaje cínico, el artista podría contestar: “¿La miseria del mundo? No la aumento. ¿Cuál de ustedes puede decir otro tanto?” Pero no es menos cierto que ninguno de nosotros, si se exige a sí mismo, puede permanecer indiferente al llamado que se eleva de una humanidad desesperada. Es preciso, pues, sentirse culpable por fuerza. La elección que se nos pide no puede hacerse por sí misma, está determinada por otras elecciones, hechas anteriormente. Y la primera elección que hace un artista es, precisamente, la de ser artista. Y si ha elegido ser artista, es tomando en cuenta lo que él mismo es y a causa de una cierta idea que se forma del arte. Y si esas razones le han parecido bastante buenas para justificar su elección existe la posibilidad de que sigan siendo bastante buenas para ayudarlo a definir su posición frente a la historia. Pero esto exige una aplicación y no puedo darla si no hablo un poco del mundo en que vivimos y de lo que nosotros, artistas y escritores, nos consagraremos a hacer en él.
El mundo que nos rodea es desdichado y se nos pide hacer algo para cambiarlo. ¿Pero cuál es esa desdicha? A primera vista, se define fácilmente: se ha matado mucho en el mundo en estos últimos años y algunos prevén que todavía seguirá matando. Un número tan levado de muertos termina por enrarecer la atmósfera. Naturalmente esto no es nuevo. La historia oficial fue siempre la historia de los grandes crímenes. Y no es que Caín mata a Abel. Pero es de hoy que Caín mata a Abel y reclama después la legión de Honor. En una civilización en la que el homicidio y la violencia son ya doctrinas y están a punto de convertirse en instituciones, los verdugos tienen todo el derecho de ingresar en los cuadros administrativos. A decir verdad, nosotros los franceses estamos un poco atrasados. Un poco en todas partes del mundo, los verdugos están, ya instaladas en los sillones ministeriales. Remplazaron tan sólo el hacha por el sello.
Cuando la muerte se convierte en objeto de administrativo y de estadística es que, en efecto, las cosas del mundo van mal. Pero si la muerte se hace abstracta es que la vida también lo es. Y la vida de cada uno no puede ser sino abstracta a partir del momento en que a uno se le ocurre someterla a una ideología. Desgraciadamente estamos en la época de las ideologías, y de las ideologías totalitarias, es decir, muy seguras de sí mismas, de su razón imbécil o de su mezquina verdad, como para supeditar la salvación del mundo sólo a su propia admiración. Y querer dominar a alguien o algo es desear la esterilidad, el silencio o la muerte de ese alguien.
Alcanza, para constatarlo con mirar en derredor nuestro.
No hay vida sin diálogo. Y en la mayor parte del mundo, el diálogo es remplazado hoy por la polémica. El siglo XX es el siglo de la polémica y del insulto. La polémica ocupa, entre las naciones y los individuos, e incluso a nivel de las disciplinas antaño desinteresadas, el lugar que ocupaba tradicionalmente el diálogo reflexivo. Miles de voces, día y noche, cada una por su lado tras un monólogo tumultuoso vierte sobre los pueblos un torrente de palabras mistificadoras, ataques, defensas, exaltaciones. Pero, ¿cuál es el mecanismo de la polémica?
Consiste en considerar al adversario como enemigo, en simplificarlo, en consecuencia, y en negarse a verlo. Al que insulto, no le conozco más el color de sus ojos, ni si sonríe y de qué manera. Convertidos en casi ciegos gracias a la polémica, no vivimos más entre hombres, sino en un mundo de siluetas.
No hay vida sin persuasión. Y el mundo de hoy sólo conoce la intimidación. Los hombres viven, y solamente pueden vivir, con la idea de que tienen algo en común, en lo que pueden siempre reencontrarse. Pero nosotros hemos descubierto esto: hay hombres a los que no se persuade. El que quiere dominar es sordo.
Frente a él hay que pelear o morir. Es por esto que los hombres de hoy viven en el terror.
Sí, todo esto es lógico. Cuando se quiere unificar el mundo entero en nombre de una teoría, no hay más camino que hacer este mundo tan descarnado, ciego y sordo como la teoría misma.
No hay más camino que cortar las raíces que fijan al hombre a la vida y a la naturaleza.
El gran drama del hombre de occidente es que entre él y su devenir histórico ya no se interponen las fuerzas de la naturaleza ni de la amistad. Cortadas sus raíces, desecados sus brazos, se confunde ya con las horcas que le son prometidas. Pero, al menos, llegado al colmo de la sinrazón, nada debe impedirnos denunciar el engaño de este siglo que aparenta correr tras el imperio de la razón, cuando sólo busca las razones de amar que perdió. Y nuestros escritores que terminan todos por apelar a ese sucedáneo desdichado y descarnado del amor que se llama moral, lo saben bien. Los hombres de hoy pueden, tal vez, dominar todo en ellos, y ésa es su grandeza. Pero hay, al menos, algo que la mayor parte de ellos no podrá jamás volver a encontrar: la fuerza de amar que le fue arrebatada. Por ello tienen vergüenza. Y es justo que los artistas compartan esta vergüenza porque contribuyeron a ella.
Pero que sepan decir, al menos, que tienen vergüenza de sí mismos y no de su oficio.
Pues todo lo que constituye la dignidad del arte se opone a un mundo tal y lo recusa. La obra de arte, por el solo hecho de existir, niega la conquista de la ideología.
Durante mucho tiempo la causa del artista y la del innovador político se confundieron.
Pero el artista distingue allí donde el conquistador nivela. El artista que vive y crea al nivel de la carne y de la pasión sabe que nada es simple y que el otro existe. El conquistador quiere que el otro no exista, si mundo es un mundo de señores y de esclavos, este mismo mundo en que vivimos. El mundo del artista es el mundo de la discusión viva y de la comprensión. No conozco una sola gran obra que se haya
construido sólo sobre el odio, en cambio conocemos los imperios del odio.
Frente a la sociedad política contemporánea, la única actitud coherente del artista, o si no debe renunciar al arte, es el rechazo sin concesión. No puede ser, aunque lo quisiera, cómplice de los que emplean el lenguaje o los medios de las ideologías contemporáneas.
He aquí por qué es inútil y ridículo pedirnos justificación y compromiso. Comprometidos, lo estamos; aunque involuntariamente. Y para terminar, no es que la lucha haga de nosotros artistas, sino que el arte nos obliga a ser militantes. Por su función misma, el artista es el testigo de la libertad y es ésta una justificación que suele pagar cara.
No en nombre de la moral y de la virtud. Como se intenta hacer creer por un engaño suplementario. No somos virtuosos.
Los verdaderos artistas no son buenos vencedores políticos, pues son incapaces de aceptar - ¡ah! Yo lo sé bien- la muerte del adversario. Están de parte de la vida, no de la muerte. Son los testigos de la carne, no de la ley. Por su vocación, están condenados a la comprensión de lo que les es enemigo. Esto no significa, por el contrario, que sean incapaces de juzgar el bien y el mal. Pero, ante el peor criminal, su aptitud para vivir la vida de otros les permite reconocer la constante justificación de los hombres: el dolor. Es esto lo que siempre nos impedirá pronunciar el veredicto absoluto y, en consecuencia, ratificar el castigo absoluto. En este mundo nuestro de la condena a muerte, los artistas testimonian a favor de lo que en el hombre rehúsa morir.
Llegará el día en que todos lo reconocerán y, respetuosos de nuestras diferencias, los más valiosos de nosotros dejarán entonces de desgarrarse como lo hacen. Reconocerán que su vocación más honda es defender hasta sus últimas consecuencias el derecho de sus adversarios a no ser de su opinión. Proclamarán, de acuerdo con su condición, que es mejor equivocarse sin matar a nadie y dejar hablar a los demás que tener razón en medio del silencio y los cadáveres.
Intentarán demostrar que si las revoluciones pueden triunfar por la violencia, ellos no pueden mantenerse sin el diálogo. Y sabrán entonces que esta singular vocación les crea las más perturbadora de las fraternidades, la de los combates dudosos y de las grandezas amenazadas... Toda la Europa de hoy, erguida en su soberbia, les grita que esta empresa es irrisoria y vana. Pero todos nosotros estamos en el mundo para demostrar lo contrario.
Excelente...
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