Mi viaje hace unos días era breve: un día en Estocolmo y tres en Londres. En Estocolmo me sobró tiempo para comprar un salmón ahumado, enorme, a un precio tirado. Estaba cuidadosamente envuelto en plástico, pero me dijeron que si estaba de viaje era mejor tenerlo en un lugar fresco. Fácil de decir.
Afortunadamente, en Londres, mi editor me había reservado una habitación en un hotel de lujo, dotado de heladera. Una vez llegado al hotel, tuve la impresión de estar en una legación de Pekín durante la sublevación de los Boxers.
Familias acampadas en el hall, viajeros envueltos en mantas, durmiendo sobre su equipaje. Me informo por los empleados, todos indios más algún malayo. Me dicen que justo el día antes, ese gran hotel había instalado un sistema informático que, por defecto de instalación, hacía dos horas que se había averiado. No se podía saber qué habitación estaba libre y cuál ocupada. Era necesario esperar.
Por la tarde la computadora fue reparada y conseguí entrar en mi habitación. Preocupado por mi salmón, lo extraje de mi valija y busqué la heladera.
En general, las heladeras de los hoteles normales contienen dos cervezas, dos aguas minerales, algunas botellitas mignon, algún jugo de frutas y dos paquetes de maníes. La de mi hotel, grandísima, contenía cincuenta botellitas entre whisky, ginebra, Drambuie, Courvoisier, Grand Marnier y Calvados; ocho botellitas de Perrier, dos de Vitelloise y dos de Evian; tres botellas de tamaño medio de champagne; algunas latas de cervezas holandesas y alemanas; vino blanco italiano y francés; maníes, galletitas saladas, almendras, bombones y Alka Seltzer. No había sitio para el salmón.
Abrí dos cajones espaciosos y pude dentro todo el contenido de la heladera, luego coloqué el salmón al frío y me desentendí. Cuando volví, al día siguiente a las cuatro, el salmón estaba sobre la mesa y la heladera había sido llenada de nuevo hasta el tope con productos preciosos. Abrí los cajones y vi que todo el material escondido en ellos el día antes aún estaba allí. Llamé a la recepción y dije que advirtieran al personal de la planta que si encontraban la heladera vacía no era porque lo hubiera consumido todo, sino a causa del salmón. Me respondieron que era necesario pasar la información a la computadora central, sobre todo porque la mayor parte del personal no hablaba inglés y no podía recibir órdenes de palabra, sino instrucciones en Basic.
Abrí otros dos cajones y trasladé el nuevo contenido de la heladera, en la que instalé a continuación mi salmón. Al día siguiente, a las cuatro, el salmón estaba sobre la mesa, y ya emanaba un olor sospechoso. La heladera rebosaba de botellas y botellitas. Llamé a recepción y me dijeron que había habido un nuevo percance con la computadora. Volví a llamar a la recepción e intenté explicarle mi caso a un tipo que llevaba el pelo recogido en un moño sobre la nuca: pero hablaba sólo un dialecto que, como un colega antropólogo me explicaría más tarde, se practicaba sólo en el Kefiristán en los tiempos en que Alejandro Magno se desposaba con Roxana.
A la mañana siguiente, bajé a firmar la cuenta. Era astronómica. Resultaba que había consumido, en dos días y medio, algunos hectolitros de Veuve Clicquot, diez litros de whiskies diferentes, incluídos algunos gran reserva selectísimos, ocho litros de ginebra, veinticinco litros entre Perrier y Evian, más algunas botellas de naranjada, tantos jugos de fruta como hubieran sido necesarios para calmar la sed a todos los niños asistidos por la UNICEF, tantas almendras, nueces y maníes que harían vomitar a un encargado de la autopsia de los personajes de La Grande Bouffe. Intenté explicarlo, pero el empleado, sonriendo con los dientes ennegrecidos por el betel, me aseguró que la computadora decía eso. Pedí un abogado y me trajeron una palta.
Mi editor ahora está furioso y me considera un parásito. El salmón es incomible. Mis hijos me han dicho que debería beber un poco menos.
(De “Segundo diario mínimo” 1986)
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