No ha querido entrar a la otra habitación. No puede creer que su madre está muerta. Por eso, tampoco ha querido verla y ha movido, dudando siempre, su rapada cabeza, a todas las palabras de las gentes que llenan la casa. Al otro día, a las diez de la mañana, ha llegado el coche fúnebre de la Municipalidad. Los vecinos han sacado a pulso el ataúd y el coche se ha alejado velozmente, porque siempre a los muertos pobres hay que llevarlos pronto al cementerio. Los viejos plumeros del coche se han perdido en el fondo de la calle y después todo ha quedado como si nunca hubiese sucedido nada en el barrio. El niño ha visto desde la ventana, asentar el ataúd sobre las briznas de pasto seco y las plumas de las palomas del potrero de la municipalidad, desparramada sobre el piso del vehículo, pero nada de eso es cierto. De ninguna manera puede ser cierto.
El niño, después, ha empezado lentamente, a recorrer la casa. Penetra en la pieza contigua en cuto centro hay una mesa cubierta por un paño negro, flanqueado por candelabros vacíos. Un cabo de vela ha perdido la muerte en la habitación saturada por un áspero olor a pavesas. El niño extiende una mano sobre el paño negro, alisando las huellas que dejó el ataúd. Sobre esa misma mesa tendía su madre el mantel, a la hora de comer.
Algo blando acaba de pisar. Es una rosa. La mira extrañado, como si nunca hubiese visto una rosa. Lentamente sale de esa habitación y penetra en las otras. Se detiene en la primera, frente a un alto canasto sobre el que ha dejado su madre un vellón de lana envuelto en el huso. Acaricia el copo dulcemente. Ella debe estar por allí cerca. Mira hacia todos lados, esperando en que muy pronto entrará por la puerta o la verá cruzar el patio.
Sigue corriendo las piezas desiertas. De los techos se desprenden partículas de polvo. La humedad ha dibujado extraños mapas en las paredes. En el patio, el naranjo tiembla al soplo de la brisa. Un pájaro se refugia en su copa y el niño lo oye bullir entre las hojas. De pronto esta hondura silenciosa se parte con el tañido de una campana que empieza a sonar en el convento de Santo Domingo. El niño siente la angustia de esta campana. Mira hacia todos lados. Está completamente solo en la casa. Pasea sus ojos incrédulos por los adobes de la tapia. Allá lejos, aparecen las tejas musgosas del convento, cubiertas por una bandada de palomas. Están quietecitas esperando que se vaya la tarde. Ahora se percibe un suave olor a naranja quemada, que viene de la casa vecina. Son las viejas niñas Balmaceda, sahumando sus cuartos de solteronas, antes de que llegue la noche.
El niño pasea sus ojos incrédulos por toda la casa. De la calle, como un potrito alegre, entra el canto de los hijos del sastre. La angustia del niño, encerrada en su incredulidad, asoma ahora a sus pupilas. Quiere ver de nuevo los candelabros vacíos, pero se detiene. Ya sabe dónde podrá encontrar a su madre. Pasa bajo el naranjo y al querer penetrar en la cocina, se detiene. El gato, sucios los bigotes de telarañas, saca algo rodando hacia el patio. Es un trapo arrollado y cubierto de ceniza. El niño fija en él su mirada. Al principio no se da cuenta muy bien de lo que tiene ante sus ojos; pero de pronto siente que una mano de piedra le estruja el corazón.
El trapo con el que juegan las nerviosas manos del gato, es el delantal de su madre. Marchito y sucio, reconoce sus cuadrados azules y blancos. Su madre y su delantal han sido siempre dos cosas inseparables. Toda su vida, su corta vida de niño, está llena de la imagen de su madre y sobre esta imagen, su hermano, el delantal. En él ha escondido infinidad de veces el rostro, para borrar sus penas diminutas; infinidad de veces ha puesto en él la cabeza para que su madre le acariciara las mejillas. En ese delantal está toda su vida, su corta vida de niño. No es el trapo sucio con que juega el gato; es su propio corazón rodando por las piezas abandonadas, llenándose de polvo, de ceniza, de telarañas.
Ahora comprende que todo es cierto, terriblemente cierto. Se le doblan las rodillas, se desliza hasta el suelo su cuerpo y se acurruca apoyando la espalda en el caño de cinc que trae las lluvias del techo; esconde la frente en las rodillas y su llanto de niño, su triste llanto de niño, resuena en la casa desierta.
La dorada naranja que el árbol deja caer en el patio, lleva tras de sí los pasos inquietos del gato. El delantal y el niño son dos cosas abandonadas.
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