miércoles, 19 de junio de 2013

Lázaro S.A. - Por Ezequiel Feito

No hace mucho tiempo existía en el barrio de Flores, mas exactamente cerca de la calle José Bonifacio, una de las más extrañas y célebres casas de velatorios cuyos  servicios, métodos y ceremonias fueron copiadas por varias naciones. Estaba  dicha  casa  afincada en  un  antiguo  caserón “de bajo”, de frente gris y robusta puerta de madera cuyo único ojo ostentaba en dorados caracteres el inconfundible  nombre de "Casa Lázaro S.A.”. Su fundador, un  argentino  llamado Simón, había comenzado con una modesta agencia funeraria de barrio, y allá por el 18, compró una antigua casona abandonada desde el tiempo de la fiebre amarilla  y  la  remodeló colocándole pisos de madera, cortinas grises y beiges, pintando su interior con un aguanoso  verde cuyo cruce con las puertas de roble de las salas daba la impresión de  una indefinida tristeza. Exactamente la impresión que Simón quería darle al establecimiento cuya única función sería la de mantener la zona provista de un lugar decente donde uno pueda velar a sus muertos.
Transcurrieron algunos meses y conforme iba pasando el tiempo, Simón -siempre presente en cada velatorio- iba observando detenidamente la gente que acudía, escuchando sus conversaciones, imitando  sus  gestos,  respirando el aroma que salía de las palabras y los  pésames y estudiando el efecto que el  ambiente, las vestiduras, las bebidas, los susurros en los pasillos, producía en cada una de las personas.
Todo esto y aún mas hacía Simón hasta que un día se le ocurrió hacerse pasar por uno de los deudos. Como ocurre generalmente en ese lugar, muy  poca gente a veces se conoce y siempre hay  alguien "de afuera" que cae de sorpresa e inadvertido. Simón se unió al grupo y al poco  tiempo comenzó a elogiar al difunto inventando tantos y varios embustes de él que todos quedaron admirados de que alguien tan común y vulgar hubiera realizado todo aquello.
Simón lo pintó como uno de los descubridores de la radio, un genio del balompié que deseó vivir en el anonimato, un rico con cuyas donaciones se construyeron más  de cien escuelas y cosas por el estilo. Tal fue el asombro y la sorpresa que  no quedó uno en la sala que no  sólo no aplaudiese al finalizar Simón su relato, sino que al retirarse no besase llorando la frente del muerto, llevándose  un recuerdo de  él  (un trozo de la mortaja, un mechón de cabello o algunas flores),  prometiendo  en  adelante  seguir su ilustre ejemplo.
Ese velatorio  fue para Simón el "fíat lux" de su futura empresa. Entusiasmado, sin  medir aún los alcances de lo que había hecho  y  lo  que  se proponía hacer, gastó todos sus ahorros en la refacción del local.
Tomó un  experto  en  heráldica para que realizase un escudo del apellido de cada cliente, contrató la orquesta de la  municipalidad  de la  Ciudad  de  Buenos Aires para que tocase en la casa y en el cementerio, vistió a  su  personal de rigurosa librea y peluca al estilo dieciochesco y especializó a algunos empleados para la atención de los niños. También incluyó a dos granaderos, quienes se ganaban un pequeño sobresueldo parados junto al muerto como si del presidente de la nación se tratase.
Podrán imaginar ustedes el impacto que causaron estas reformas. No había familia en la Capital ni en el Gran Buenos Aires y  hasta en el extranjero que no pidiese velar sus muertos allí. Cada velatorio, fuese el difunto  pobre o  rico, blanco o negro, etc.o etc., tenía la  misma  grandiosidad y magnificencia  que  la  apoteosis de Augusto. Todos eran  tratados de  igual manera.
Había familias que pedían realizar dos veces el mismo servicio y hasta algunos lo hacían tan solo por figurar aunque no se le hubiera muerto nadie por medio de un simple muñeco que la casa ponía a su disposición.
La cuestión duró unos años hasta que a Simón se le ocurrió algo mas: contrató a uno que otro literato para realizar una necrología "como la gente y sin  omitir detalle alguno" del difunto, la cual estaba destinada a ser leída  en el velatorio, publicada en los grandes diarios y entregada a los deudos merced a un ornamentado folleto que se entregaba conforme iban ingresando al lugar, la cual también era repartida durante el cortejo a los ocasionales transeúntes que pasaban por allí y en medio de una música solemnemente ejecutada por la orquesta sinfónica del Teatro Colón.
Mas adelante se ocupó personalmente de la sepultura, ordenando que en el lugar se colocaran majestuosos monumentos destinados a perpetuar su memoria y el asombro de los desprevenidos caminantes de la necrópolis. Pero aún Simón no estaba contento.
Pidió y obtuvo algunos predios en plazas y paseos públicos en Capital y Provincia donde erigió estatuas en homenaje a éstos, representándolos como escrutadores científicos, meritorios docentes, estudiosos ingenieros, abnegados médicos, etc... Aún hoy se conservan estas estatuas en casi todos los lugares donde fueron construidas.
Así, cualquier don nadie cuya vida había pasado sin pena ni gloria por la  mas común de las rutinas aparecía de repente y a su muerte como un benefactor de la  humanidad o un  prócer de la nación. A algunos que ni siquiera habían tenido en sus manos  un triste matagatos se les había hecho una estatua ecuestre blandiendo un sable en soberbia pose guerrera. Otros que no distinguieron una mano de un pié estaban inmortalizados en el bronce como si de un Pasteur se tratase, y así, Lázaro S.A., fue expandiéndose por todos los rincones de la nación llevando -paradójicamente- una real y sana alegría a los hogares y haciendo del velatorio algo deseado por cualquier familia.
Se cree que el apogeo duró mas de diez años y que su caída, a la muerte de don Simón, fue tan estrepitosa como su ascensión. Quienes lo continuaron en el negocio no tuvieron ni la visión ni la sabiduría de Simón, degenerando cada ceremonia en un espectáculo de chistes chuscos sobre el finado al compás de dudosas melodías ejecutadas por una orquesta de mala muerte que animaba bailongos por los suburbios. Hasta se dieron en contratar la construcción de las estatuas a escultores mas de retaguardia que de vanguardia, cuyas obras afortunadamente pasaron al olvido merced a la benefactora piqueta de los buenos críticos de arte.
La casa, hoy demolida, dejó lugar a una construcción modernamente vulgar y aún  se dice que el mismísimo don Simón está enterrado bajo una cruz sin nombre en el cementerio de Flores.


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