Una mañana condujo el escultor a su estudio una caravana de periodistas ansiosos de contemplar su nueva obra. Por desgracia habíase olvidado la noche anterior de cerrar una ventana y como aquella madrugara estallara una terrible tormenta, una tromba de agua había reducido el inmenso grupo a una informe papilla. La peña habíase desplomado sobre las danzantes deidades. En cuanto a Víctor Hugo, habíase caído en un océano de fango.
Empujó Rodin la puerta, hizo pasar a sus convidados y de pronto notó el desastre. Por poco si se arranca las barbas de la desesperación.
Pero ya llegaba a sus oídos un concierto de elogios:
-¡Inaudito! ¡Prodigioso! ¡Formidable! Ese lago de fango de donde sale Víctor Hugo. ¡Qué símbolo, maestro!: ¡éste es un destello del genio! ¡Usted ha querido representar la ignominia de una época en que sólo descollaba noble y pura la inspiración del bardo sublime! ¡Qué hermoso es esto!
-¿De veras? preguntó tímidamente Rodin.
-¡Como que sí lo es! ¡Es la obra maestra de las obras maestras! ¡Oh, sobre todo, maestro, no lo retoque usted!
Publicado en “Caras y Caretas”, año 1925
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