Un hombre muy pobre que volvía de la Sinagoga, donde había celebrado el advenimiento del Sábado, vio de pronto una moneda en el camino.
El pobre se dijo entonces:
- Buena me la ha jugado el azar, pues ¿qué puedo hacer si hoy es Sábado y no debo tomarla? De haberla encontrado antes de oscurecer, habría podido comprar con ella unas cuantas pasas de uva y vino para la Santificación, o comprar pan de trigo, o cualquier otra cosa para celebrar el Sábado.
Fue a su casa y recibió el Sábado sin vino y sin pan de trigo y sin cosa alguna placentera, y lo santificó con un pedazo de pan negro.
Por la mañana, cuando iba a la Sinagoga, se dijo aquel hombre:
- Iré y la contemplaré. Si no la vio y no la levantó alguno que no observa el Sábado, la hallaré en su sitio.
Al llegar allí vio que no era una moneda de cobre, sino de plata. Se dijo entonces:
- Doble suerte la mía; pensaba encontrar un cobre y encontré una real moneda. El Señor, loado sea, me somete a una gran prueba - y enderezo sus pasos hacia la Sinagoga.
Después de la oración, díjose el pobre:
- Ahora, ya no la encontraré. Muchos habrán pasado junto a ella, y muchos la habrán visto. ¿Acaso es posible que no la advirtiesen y la tomaran? De todos modos, iré hacia allí: si no la recogieron, veré si en verdad es de plata, y si la recogieron, me libraré de ideas prohibidas y no pensaré más en ella.
Llegó y la vio en el mismo lugar, tal como estaba en la víspera, tal como estaba por la mañana. Sólo que la moneda de la víspera era de cobre, y la de la mañana era de plata; y he aquí que ésta era de oro.
- Si no es cosa de magia, es obra del sol, ya que el sol del mediodía se refleja en ella y la hace parecer de oro. Y sin no es de oro, es de plata, con toda seguridad.
Y díjose el pobre para sí:
- ¡Cuantas cosas podrían comprarse con esta moneda! No tengo mas que levantarla, y de inmediato estarían en mis manos todos los placeres del mundo: pan blanco, y un poco de vino, y arenque y otras cosas buenas con las que se puede regalar el Sábado y el cuerpo... salvando las distancias.
Lo consideró el pobre una vez y otra vez, pero estaba lleno de reverencia sabática y volvió a su casa con las manos vacías.
A la hora de minja, la segunda oración, no fue a ver la moneda.
- Quien sabe si podré resistir la tentación. Pude vencerla el Sábado, cuando todo estaba cerrado, pero en minja, tal vez no; dentro de una hora abrirán los negocios, y aromas de comidas y bebidas vendrán de ellos a mis narices; temo no poder contenerme.
Pero la tentación es a veces mas fuerte que el hombre. Él intenta vencerla, pero ella lo envuelve, diciéndole:
- ¿Acaso digo que la tomes en tus manos? Se la empuja suavemente con el pie, se la aparta hacia un lado, o se le coloca una piedra encima, no sea que venga alguno y la recoja.
Cuando terminó la oración de minja, acudió de nuevo al lugar: mirar no es pecado.
Era aquella la hora del crepúsculo. El sol estaba en su ocaso y desprendía chispas de oro. Apenas llegó el pobre junto a la moneda, la encontró en su sitio, pero no era una, eran muchas monedas.
Tal vez no fuesen muchas, sino aquella única que se proyectaba alrededor, como sucede con una moneda que cae entre desperdicios, y éstos resplandecen gracias a ella.
Sea como fuere, aquella moneda era de oro. Si se inclinara y la tomase, podría mantenerse con ella, dos, tres semanas. ¿Acaso son tantas las necesidades del pobre? Con una moneda de oro puedes hacerlo subsistir varias semanas.
Díjose el pobre:
- Bueno es que en mi casa no haya con que preparar la tercera comida, y libre de ella, pueda pararme aquí y contemplar la forma de una moneda. Es tonto el que ha dejado aquí su dinero entre los desperdicios. ¿Acaso cree que florecerá y dará frutos? Yo en su lugar lo hubiese conservado sobre mi corazón, y cada vez que mi esposa y mis hijos me pidieran algo para comer, les diría: "Glotones que sois, ¿queréis comer? Pues enseguida tomo una moneda de oro, entro en la tienda y se la doy al tendero".
Antes que cediera el pobre al impulso de doblar su cuerpo como lo hacen los humildes cuando ven una moneda de oro, se le ocurrió que tal vez fuese cosa del diablo; que fuera Satán quien dejó las monedas, para ponerlo a prueba. Incorporóse de inmediato y dijo:
- Que burlón es; se yergue sobre la basura y se ríe de un judío. Esta libre de oraciones y tiene libre su mente, pero yo, yo tengo que rezar el Arvit y mi mente no está libre para cosas de risa.
Enseguida, arrancóse de aquel lugar y corrió a la Sinagoga.
Después de haber rezado el Arvit, no quiso mirar siquiera las monedas, dijo:
- Basta con que se hayan burlado de mí todo el día.
Pero apenas apartó la vista de ellas, las monedas le hicieron guiños, como las piezas de oro cuando brillan. Al ver esto, se dijo:
- Ahora que el Santo Sábado se ha ido, pasare y veré que es lo que brilla tanto.
Se inclinó y vio lo que no ha visto ojo alguno ni hombre alguna vez ha contado. Extendió el brazo y metió monedas en sus bolsillos hasta que se llenaron. ¿Tal vez sus bolsillos eran pequeños? Pues no, eran bien grandes. ¿Tal vez las monedas eran livianas? Ven y verás lo que compró por una de ellas: vino para la havdala y pan de trigo y arenque y otras cosas que hacen bien al cuerpo y no dañan el espíritu, y aún quedo vuelto en sus manos.
Volvió contento a su casa. Cuando terminó de entonar "Era un hombre justo", su esposa había preparado una mesa llena. Lavó sus manos y sentáronse a comer, él y toda su familia, dando buena cuenta del festín y despidiendo al Sábado con todos los honores.
Nada le faltó desde entonces al Sábado. Ni le faltó nada a él ni a sus hijos. Puesto que había sabido observar el Sábado en la pobreza, se hizo acreedor a la observancia de muchos Sábados en la abundancia.
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