miércoles, 19 de junio de 2013

ESTA PÁGINA VA DE FÁBULA...

Para la introducción a esta página, hemos seleccionado un párrafo de Antonio Salgado Herrera que dice: “La impecable magia de la fábula suele cincelar de un modo formidable y eficaz el espíritu infantil, debido a su alta carga docente y a su consecuente divertimento expresivo, al  grado de convertirse en el innegable jardín de la literatura universal. La fábula cumple maravillosamente en el terreno profano lo que la Biblia en su atmósfera religiosa con la soberbia enseñanza de las parábolas. La fábula se ha ganado por méritos propios el derecho a ser considerada la soberana de las irrealidades, la reina de las entelequias y la emperatriz de las ficciones. Ha conservado su vigencia contra el viento y la marea de las épocas, a pesar de que cada día el literato se preocupa menos por ella. Como arte mayor que es, debe presentar, no obstante, tres características: la sencillez expositiva, forma poética de feliz consonancia y el fondo mágico de su consejo alegórico”.

El envidioso
por Juan Hartzenbusch

Magnífico manzano
en el corral de un clérigo crecía.
Un vecino, de envidia se moría
viéndole tan fecundo y tan lozano:
él ni manzano ni corral tenía.
Y ya que de otro modo no supo
desfogar su encono fiero,
arrojaba al frutal desde un granero
el desperdicio de su casa todo,
haciendo del corral estercolero.
Bien ensució el ramaje;
mas la lluvia a su tiempo le limpiaba,
la tierra con la broza se abonaba,
y el resultado fue del ruin ultraje
que más fruto y mejor el árbol daba.

Más útil que nociva es
la gente mordaz que tanto abunda,
pues hace con su rabia furibunda
que el íntegro varón más cauto viva,

y más pronto a sus émulos confunda.


El rico erudito
Por Tomás de Iriarte

Hubo un rico en Madrid (y aun dicen que era más necio que rico),
cuya casa magnífica adornaban muebles exquisitos
-¡Lástima que en vivienda tan preciosa, -le dijo un amigo-,
falte una librería!. Bello adorno, útil y preciso.
-Cierto, -responde el otro-. ¡Que esa idea no me haya ocurrido!...
A tiempo estamos. El salón del Norte a este fin destino.
Que venga el ebanista y haga estantes capaces, pulidos,
a toda costa. Luego trataremos de comprar los libros.
Ya tenernos estantes. Pues, ahora», el buen hombre dijo:
-¡Echarme yo a buscar doce mil tomos! ¡No es mal ejercicio!
Perderé la chaveta, saldrán caros, y es obra de un siglo...
Pero ¿no era mejor ponerlos todos de cartón fingidos?
Ya se ve: ¿por qué no?
Para estos casos tengo yo un pintorcillo
que escriba buenos rótulos e imite pasta y pergamino.
Manos a la labor.
Libros curiosos modernos y antiguos mandó pintar,
y a más de los impresos, varios manuscritos.
El bendito señor repasó tanto sus tomos postizos
que, aprendiendo los rótulos de muchos, se creyó erudito.

Pues ¿qué más quieren los que sólo estudian títulos de libros,
si con fingirlos de cartón pintado, les sirven lo mismo?


El santero
por Juan Hartzenbusch

A cierta romería,
sobre una dócil mula caballero,
iba en Andalucía
un pícaro santero,
que de cada espolazo
al animal sacábale un pedazo,
y mientras, cariñoso le decía:
Corra, que su cachaza me atribula;
corra por caridad, hermana mula.

Faz de paloma, corazón de arpía,
palabras de ángel y obras de demonio:
tal es, sin levantarle testimonio,
la pérfida, la vil hipocresía.


El pastor y el barbero
(De Sebastián Villaviciosa)

Perdonándole el dinero
la barba le hacía a un pastor
con  la navaja peor
desazonando, un barbero.
Roma la navaja estaba;
mellas además tenía,
y así el pelo no partía,
pero el rostro desollaba.
Sufría sin respirar
el pastor la carda horrenda,
cuando fuera de la tienda
un pedro empezó a ladrar.
Era que el amo cruel
a latigazos le hundía;
Nuestro barbero decía:
-¿Qué harán con el perro aquel?
-Si no lo acertáis, yo sí,
(repuso el pastor bufando)
le están sin duda afeitando
de limosna como a mí.

Barbero descomunal,
compasión del pobre ten: 
si hacéis al prójimo bien,
no se lo amargues con mal.


El diamante y el cristal
por Juan Hartzenbusch

Cierto lapidario
perdió en un camino
un diamante tosco
y un cristal pulido.
A su camarada
el diamante dijo:
Yo salir espero
pronto de este sitio.
Piedra soy al cabo
de valor crecido:
quien me encuentre,
llena de oro su bolsillo.
El cristal picado
respondióle: Amigo,
mucho es lo que vales;
pero no te envidio.
Tú y un vil guijarro
parecéis lo mismo:
¿Quién, pues, ha de verte,
si te falta el brillo?
Unos pasajeros
acercarse miro:
vamos a ver de ambos
quién es preferido.
El cristal lanzaba
resplandores vivos,
y esto a los viajantes
reparar les hizo.
Bájanse a cogerle,
le alzan con cariño,
y entre tanto pisan
al diamante rico.
Y sin ser de nadie
desde entonces visto,
se quedó en el polvo
para siempre hundido.
 
Méritos ahora
húndese de fijo,
si les falta un poco
de charlatanismo.


La visión y el libro
por Juan Hartzenbusch

A cierto pecador impenitente,
de los que tienen conocidamente
ya en la conciencia callo,
todas las noches al cantar el gallo,
una horrible visión se aparecía.
De nada al visitado le servía
valerse de conjuros y oraciones:
muy quieta la visión impía
dos horitas con él se divertía,
sus ojazos clavándole saltones:
¡Huy! El Señor nos libre de visiones.

Una noche de invierno
en que rabiaba el hombre de furioso
con aquel pasmarote sempiterno,
va y coge una novela,
fresquita producción de autor famoso,
perteneciente a la infernal escuela
patrona del delito,
y pónese a leer a voz en grito.
Hervía el indecente novelucho
en pasos y personas discordantes.
Allí escenas de crápula y garito;
allí era ver sayones y danzantes,
hijas de emperador, disciplinantes
con máscara y hachón y capirucho,
brujas que revolaban sobre escobas,
sangre desperdiciada por arrobas
en duelos, en patíbulo y tortura,
canto de gori gori, sepultura,
y al terminar la deleitable historia,
infierno y limbo, purgatorio y gloria.
Al oír lo bestial de cierto chasco,
principió la visión haciendo gestos.
Llegaron dos pasajes nada honestos,
y a la pobre visión le dieron asco.
Bufando a cada instante,
sufrió la relación una hora justa;
pero después se le apuró el aguante,
y dando un revolcón, tomó el portante.
-Esta clase de libros no le gusta
(dijo con alborozo el visitado):
pues bien: ya tengo el exorcismo hallado.

A la otra noche, la visión en casa.
El hombre, ¡zas!, comienza la lectura;
y la visita incómoda le dura
sólo media hora escasa.
Lo que es a la tercera
no dejó el fantasma ni siquiera
acabar dos hojas; huyó diciendo:
No temas que mi vuelta se repita;
mas ya que te irritaba la visita,
sábete que un suplicio más tremendo
te ha de venir, bebiendo
la moral de tu hermosa novelita.

Escritos hay en cantidad no corta,
que ni el mismo demonio los soporta.


El ruiseñor y la calandria
por Juan Hartzenbusch

Poeta campanudo, que te pierdes
allá por las fantásticas alturas,
sin que en tu vuelo rápido te acuerdes
de que al pobre lector dejas a oscuras,
a ti con las palabras me dirijo
que el ruiseñor a la calandria dijo:
¿Por qué tan a las nubes te levantas?
¿Quieres que no se entienda lo que cantas?


Los polvos de la madre Celestina
por Juan Hartzenbusch

Señor maestro, (preguntó Raimundo)
los polvos de la madre Celestina,
que todo lo alcanzaban en el mundo,
¿se sabe o se imagina
de qué pudieran ser? -Cuatro ingredientes,
(díjole el preceptor) omnipotentes,
entraban en la mágica mixtura:
oro, saber, esfuerzo y hermosura.
Hoy, lo que tantas maravillas obra
es el oro no más; el resto sobra.

Por gracia, no de Dios, reina el dinero,
soberano señor del mundo entero.

La fuente mansa
por Juan Hartzenbusch

Mira esa fuente plácida, Florencio,
que fluye sin rumor, y baña el prado.
Con su ejemplo enseñado,
haz al prójimo bien, y hazlo en silencio.

El pájaro y el niño
por Juan Hartzenbusch

Un pajarillo
dieron a Blas
niño travieso,
buen perillán.
Átale un hilo,
le echa a volar,
y el prisionero
quieto se está.
Blas se decía:
-Torpe animal,
goza el permiso
que hoy se te da.
Largo de sobra
es el torzal:
vuelos muy altos
puedes echar.
-No (dice el ave),
que en realidad
ese bien luego
tórnase mal.
Tú de la pata
me tirarás,
siempre que el vuelo
quiera yo alzar.

No hay servidumbre
que aflija más
que una con visos


Esopo y el borrico
por Juan Hartzenbusch

Al buen Esopo díjole un borrico:
Por quien soy te suplico,
si en algún cuentecillo me introduces,
que pongas, como debes, en mi labio
singular discreción, lenguaje sabio.
Esopo respondió: Yo bien podría
fingirte bestia de talento y luces;
pero al ver el solemne desatino
todo el mundo a una voz nos llamaría,
el filósofo a ti, y a mí el pollino.

Es alabar a un necio
locura digna de común desprecio.






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