miércoles, 19 de junio de 2013

CAMINANDO por Jorge A. Dágata

Creo que es esta calle. Aunque no sé, tanto tiempo.
Tal vez unas más allá, o acabo de pasarla. Ha cambiado mucho este lugar, sólo las formas de algunos árboles resisten.
No estará; no, qué torpeza.
Y toda esta gente, ¿de dónde ha salido? No era así el vecindario, ya nadie me reconoce. Es un alivio. Puedo seguir, volver, sacar fotografías sin llamar la atención.
He viajado mucho sin cambiar de ciudad; tanto se ha transformado ante mis ojos la línea de edificación; esas esquinas subieron opresivas, los baldíos son huecos en mi memoria, esa panadería ¿es la misma?
¿Dónde estará la casa despintada y la multitud que miraba desde el zaguán?
Ah, es sentir un poco de nostalgia, qué tontería. Poco significaba para mí ni para nadie un artesano excéntrico como él, dedicado día tras día, con obsesión inútil, a moldear máscaras entre sus dedos, a poblar de muecas tan diversas cada rincón de su mundo. Y del nuestro, de los que nos asomábamos a curiosear con la impertinencia de quien busca quebrar la monotonía de un pueblo que ya no existe.
No; dejar espacio para la nostalgia sería traicionar ese tiempo, reemplazándolo por este otro imaginado, éste que nunca fue tal como pretende invadirme.
Es otra cosa. El zaguán no era más que el ingreso a un laberinto. Las máscaras modeladas con paciencia de orate colgaban de las paredes y el techo, oscilaban con el aire de la calle, se iluminaban, se ensombrecían al deslizarse por el día y las estaciones. Creí que envejecían; ahora sé que era yo quien cambiaba para alterarlas.
¿Por qué sonríe aquella de la frente grave como la de un juez? ¿Sólo porque me concentro en ella, sin otra razón  que ese atractivo del contraste en la expresión, forzada la cabeza como si avanzara hacia mí para investigarme, los ojos ya con un destello de complicidad, la boca soltando un aire de joven despreocupación que no sé si es alegría o burla?
¿Cómo esa otra que me obliga a mirar tan alto ha extraviado su atención más arriba aún? ¿Busca en el límite de su cielorraso la respuesta a un enigma, o huye de mi propia curiosidad inquisidora, negándose a revelarme su misterio?
El laberinto continuaba. Por la cocina y el baño, por la alcoba, por el jardín de atrás, siempre cubierto cada sitio con una mueca. Muchos niños, todos apuntando a la mesa del comedor, unos mordiéndose los labios, otros mostrando las encías despobladas, ninguno peinado, pocos felices. Una sola mujer, multiplicada, suavemente construida con esa pasta, su invento indescifrable, que a la vez daba forma y color. Y vida.
Debe ser otra calle. No otro espacio; otro tiempo. Aunque no sé, tantas recorridas.
Tal vez un poco más cerca de este momento, o más atrás,  corrompida por los recuerdos.
Qué preocupada va esta gente, cuánto apuro, cuánta indiferencia, qué rápido se alejan del hombre aquel que construía caras porque sí, del que una vez creí que meramente las copiaba de la realidad, acodado a su ventana, mirando pasar. Un copista de la calle, capaz de trasladar a los dedos insistentes pedazos de mundos ajenos que transcurrían.
Un copista, qué incomprensión. Qué necesidad de afirmarse en uno mismo reduciendo al otro al cerco pobre de la propia limitación.
¿Por qué esa mujer, la misma que tantas veces él modeló, lloraba en un rincón de su cuarto a la hora exacta del crepúsculo y uno podía ver las gotas claras de sus lágrimas oscureciendo las sábanas? ¿Cómo es que más allá parecía canturrear la melodía de moda con los ojos pintados de frutas y el vapor de las ollas y el desvío casi imperceptible de la mirada hacia el zaguán?
¿Cuándo fue que ese otro rostro arañado en un descuido, con el labio inferior colgando como todo él suspendido del reloj, dejó flotando en el aire del patio su última pregunta, después de refugiarse de la huida rápida del último rayo de sol del otoño?
¿Y dónde están los niños, aquellos que como todos los demás no eran réplicas de los que el hombre veía pasar acodado en su ventana, que existían por sí mismos, por obra de sus dedos, por extensión desde su alma al extremo de sus dedos en la pasta indescifrable que a la vez daba energía, alerta expectante, hambre de crecimiento, preocupación derramada sobre la mesa todavía vacía?
No es otra calle; no es una calle siquiera. Voy por un pasadizo, retrocedo, saco fotografías; menos mal que nadie atiende a lo que hago. Me parece reconocer alguna de las máscaras que acabo de cruzar; todo no puede cambiar del todo, o quiero conformarme asiéndome a un recuerdo. Pero creo que es la misma que vi antes, modelada entre tanto por unas uñas descuidadas; cuelga de un cuerpo que busca apresurarse como los otros, para no quedar atrás en el trajín incomprensible de este zaguán agitado por el aire entre las formas de unos árboles que resisten.
Creo que era esta calle. Aunque no sé, tanto tiempo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario