Confucio no apreciaba el arte sino por los servicios que podía prestar al Estado. Platón no admite más que los poemas en honor de los próceres y dioses, y en las Leyes prohíbe todo arte que no sea útil a la República.
Pero el fenómeno se agudiza en las grandes revoluciones, lo que en muchos sentidos es explicable: esos rebeldes son siempre peligrosos para el Estado. No hay, pues, que asombrarse de los extremos en que se llegó en Rusia. Ya Rousseau denunciaba el carácter corrupto del arte. Luego, Saint-Just, en la Fiesta de la Razón, exige que la Razón sea personificada por una persona virtuosa antes que bella. La Revolución arrasa con el arte y no produce ningún escritor de importancia, guillotinando al único poeta de su tiempo, mientras en los escenarios se ponen obras que se denominan “El esposo republicano” o “Republicana y Virgen”. Los saint-simonianos exigen después un arte “socialmente útil”, y los progresistas del mundo entero exigen que la creación artística esté al servicio del desarrollo y del mejoramiento de la humanidad, llegando a proclamar los nihilistas rusos que un par de botas es más útil que todo Shakespeare.
Graham Greene dice que la benevolencia del Estado, su interés por el arte, es más peligrosa que la indiferencia. Y advierte que ese peligro no sólo existe en los Estados totalitarios, pues también los estados meramente burgueses ofrecen dádivas a los artistas que pronto obligan a pagarlas. En esa opinión de Greene (que me parece irrefutable), el escritor debe mantener su “deslealtad”, que no es otra cosa que su derecho a decir siempre la verdad, contra toda supeditación política, moral o ideológica.
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