En una noche de verano, que el calor ardiente venía arrastrando insidiosamente por extendidos días y noches, no poco influía en el malestar generalizado de los habitantes del pueblo. A la hora del crepúsculo abrían sus balcones al aire cansino y denso, que llegaba casi rezongando, desde los montes que lo rodeaban.
Los techos de las casas se serenaban parsimoniosos de los rigurosos rayos del sol, mientras hablaban con el cielo extasiado del verano. Sobre la zona arenosa, junto al arroyuelo que formaba las aguas surgidas de alguna cumbre pedregosa, el esplendor de la luna se filtraba por entre los arbustos, cubriendo a borbotones sus troncos y sus ramas en sombras de carbón, de ardiente arenilla calcinada.
La torre encendida de la iglesia, iluminaba al paisaje nocturno, desde su silenciosa cúspide de plata.
Un perro vagabundo y yo, caminábamos sin tiempo por las veredas sofocadas.
A lo lejos, formas de seres extraños flotaban entre el vapor de esa noche ardorosa y pesada de verano. Y la voz de él, que no está, se escuchaba, aquí y allá, lánguida, asfixiada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario