miércoles, 19 de junio de 2013

LUZ PARA ANDREA - Por Jorge A. Dágata

La nena de ocho años se abrazó a su hermanito de cinco, porque el vidrio de la ventana empezaba a oscurecerse y el frío de afuera entraba a soplos por debajo de la puerta.
-Contámelo otra vez pidió él, temblando.
-No. Ese no. Ayer te pusiste a llorar de miedo.
-Ese quiero. El del ogro que se los viene a comer pero no puede. Hoy no lloro.
-¡Y mirá si hoy puede! ¿Qué hacés, eh?
-¡Yo lo voy a pelear!
-¿Vos?
-Bueno, ¡me ayudás! Dale, contalo.

Andrea miró la lamparita de la cocina. Se había puesto anaranjada, como todas las tardes, cuando en las demás casas del barrio se encendían las otras. Cruzó un hueco y regresó con una frazada para los dos. Afuera andaba un viento helado que achicharraba los pastos del potrero desnudo y escarchaba los charcos entre los montones de escombros y residuos.
-Mejor éste, ¿te acordás? Cuando Cenicienta pierde el zapato…
-¿No era que se llama Andrea, como vos?
-Bueno, Andrea lo pierde y… ¿Qué pasa después? A ver…
-Yo lo encuentro y te lo devuelvo.
-Vos no, un príncipe era, tonto.
-Y si era yo, ¿no sabés?
-Uh, no. Vos peleabas con el ogro.
-Dale, ese contame.

A la lamparita anémica sólo le quedaba una espiral rojiza que apenas delineaba la tierra del piso, las paredes desparejas y la mesa de hule gastado, con las dos tazas vacías.
-Mejor jugamos a que yo soy la señorita Verónica y te enseño a leer.
-Si yo sé.
Andrea abrió la garrafa y encendió una hornalla.
-¡A ver! ¿Dónde dice Cenicienta?
-No sé, pero ahí dice ogro.
-Los ogros no existen.
-Ahí dice, ¿ves? O…ggg…rrr…ooo.
-Hoy no puedo. Ni enseñarte a leer, ni nada. ¿No ves que está muy oscuro?
-Pero yo sé. Si das vuelta la hoja el ogro llega con un palo y los chicos se esconden abajo de la mesa.

Se acurrucaron los dos, envueltos en la frazada. Una garra afilada de viento golpeó la puerta, agitó la lámpara muerta y desprendió un cascote de las paredes sin revoque.
-¿Ves? ¡Los ogros sí existen! ¡Ahí entró uno, Andrea!
-Ya estás temblando.
-Tengo mucho frío.
-De miedo, qué. Siempre te pasa lo mismo.
-No. Mirá, mirá, el ogro mató la luz. Viene a comernos. El también tiene hambre.
-No sigas, tonto, ya está por llegar mamá.
-Mirá, Andrea, mirá. Tiene los brazos largos en las paredes y la cabeza por el techo. ¿Ves como respira con ese olor, cada vez más cerca? Nos va a comer.
-Y dale. Pelealo vos, ya que dijiste.

El chico escondió la cabeza en la frazada tibia. Afuera se oyeron gritos y ladridos y otra ráfaga agitó el vidrio oscuro.
-Cenicienta… -intentó Andrea, temblando-. Cenicienta estaba en una fiesta muy bonita, con un vestido tan brillante que parecía una reina…
-Y si no leés.
-No importa, me lo sé. Cenicienta estaba feliz, bailaba y en todas las mesas había tortas y sanguchitos y jugos y…

Otra ráfaga apagó la luz débil de la hornalla.
-Es el ogro, Andrea. Te dije.
-Callate. Cenicienta bailó entre las luces y…
-Eso no existe.  Vos sos la tonta. Hay ogros y uno entró recién y nos va a comer. Los ogros siempre tienen hambre. Y mucha sed. ¿No te acordás? Cuando la botella estaba vacía él dejaba el palo y perseguía a los chicos con la botella. ¿Vos no te acordás?
-No hay ningún ogro. No sigas.
-Sí hay. Era grandote y sucio y parecía que se iba a caer y decía cosas feas y mamá lloraba y nosotros y un día rompió la botella y la cortó y mamá tenía sangre.

Los dos lloraron recordando el cuento que se había oscurecido sobre la mesa. Andrea trató de decir que mañana o algún día unos hombres vendrían con escaleras y cables y el ogro nunca más, pero el chico veía una sombra inmensa estrujándolos dentro de la frazada, dejó de llorar y repitió o…ggg…rrr…oooo…o….ggg…rrr…oooo…
La cocina quedó en silencio. Se oyeron ladridos. Alguien se acercaba.
-Es mamá dijo Andrea, contenta.
-¿Y si son los otros ogros, los de afuera?

No hay comentarios:

Publicar un comentario