miércoles, 19 de junio de 2013

La señal - Por Alejandro Lupo

            Se cuelga la mochila al hombro, sale a la calle. Lleva una remera sucia, un vaquero venido a gris, y zapatillas sin cordones. La niebla espesa se tiende como mortaja sobre una Buenos Aires que parece muerta. Desearía que las gotitas suspendidas en el aire se peguen a su cuerpo, mojen su cara. Siente que es un día de calor. A pesar de la nieve que ahora ve caer con estruendoso silencio.
   Cruza plaza Lavalle, en medio de un aguacero sostenido. Entra en la confitería El Molino. Observa a los dos mormones sentados en el fondo, con sus biblias y portafolios, que no se miran ni se hablan. Se sienta en la mesa que da a una de las ventanas. Piensa en que pediría lo de siempre: una lágrima y dos sacramentos. Mira la calle, ahora un sol radiante hace reverberar el asfalto. Saca de la mochila un block de hojas amarillentas, y una birome roja con su capuchón mordido.
         Mi amada Ángela:    
      Te sorprenderías al saber que te escribo desde la confitería que alguna vez nos vio felices, y que hoy me causa tanto dolor. Aunque en Buenos Aires ya nada es lo que parece, sigo vivo.
      Afuera se hace de noche en pleno día. El mozo pasa a su lado, murmurando algo para si, que no escucha. Les sirve dos cafés a los hombres del fondo, que miran con insistencia hacia la calle.
      Imagino el color de tus ojos en días como estos: grises al despertar, verdes hacia la mañana, y ese esmeralda, como un mar en calma, que bebían el sol de las tardecitas.
     Los resplandores de una tormenta se cuelan por los  ventanales de la confitería. Una mujer entra. Se quita el gorro de lana. Mira de reojo a los mormones. Se sienta en una mesa frente a la de él.
     Dios, desearía que todo esto fuera sólo una pesadilla. Sueño cada día con volver a sentarnos en este lugar y dejar gastar el tiempo.
    La mujer sorbe un cortado con ambas manos. Después, abre un libro de tapas duras. Mira el reloj. Retoma la lectura. Parece que lee, pero observa de soslayo a los dos hombres.
    Cada día me imagino cómo sería la vida si toda esta locura no hubiera sido. El departamentito de la calle Charcas estaría ahora lleno de vida; faltaba tan poco para graduarte. Aunque nunca supe cuántas materias faltaban para  tu licenciatura en letras. Yo había colgado la carrera de periodismo, estaba militando; sabía mucho y  me estaban siguiendo. Nunca quise comprometerte, por eso te largué. En ese momento sentía que era lo mejor para vos.
    La avenida Rivadavia es ahora la avenida Quintana con su magnífica arquitectura negada para siempre a la gente que se pasea por la calle.
   Sufro por los recuerdos que se pierden, aunque me hagan daño. Hay días que son tan fuertes que siento mi cuerpo dolorido, días en que me muerden con rabia, como lo hacías con los capuchones de las biromes. Cómo olvidar tus ojos cambiantes con el clima y tus estados de ánimo; las noches en que nos quedábamos preparando alguna materia hasta el amanecer y te dormías encima de algún libro tedioso. El despertar con mates, hacer el amor hasta quedar exhaustos, y tu cuerpo que se amoldaba perfectamente al mío. Hay días que vuelvo a contar tus lunares, otros en los que mis dedos sienten que acarician esa cicatriz de tu ingle; días en los que puedo sentir el temblor de tu cuerpo desnudo y ese perfume embriagante que despedías, ya dispuesta a que entre en vos.
  El viento estremece lo árboles desnudos. La calle se llena de gente que corre de un lado a otro. Una llovizna fina cae horizontal.
   Se decía que empresarios de la industria del cine yankee estaban filmando películas en este país porque les favorecía la devaluación de nuestra moneda. Pero sabíamos que se preparaban para lo peor, que después de Medio Oriente vendrían por nosotros, y que harían creer al mundo que la invasión nunca existió. Lo mismo ocurría en varios países de América Latina. Después, las bombas que sólo destruían gente - necesitaban las edificaciones como fondo -, y el horror; todo en una pálida y común tarde de un día cualquiera de nuestras vidas.
  La mujer sentada frente a él se inquieta. Se alisa el pelo. El sol penetra a través de los ventanales y se anida en su pelo rubio. Mira hacia dónde está él, escribiendo esa carta desesperada.
  Meses atrás de aquel día, descubrimos que estaban tomando imágenes holográficas de todo Buenos Aires.  
  La mujer pregunta algo al mozo, que pasa su lado. Este niega con la cabeza. Retoma la lectura. La postura de los mormones deja entrever una tensión inquietante.
Este lugar, tan  nuestro, aparece sólo los jueves a la mañana. Entre las ocho y las diez. Por la tarde es el shopping Spinetto y en las noches la iglesia de Flores. Tardé en acostumbrarme a estos cambios continuos pero, salvo a no tenerte, uno se acostumbra a todo, sabés.
  La mujer vuelve a mirar el reloj, la calle y los hombres; se alisa el pelo, una y otra vez.

  Las multinacionales se apropiaron de nuestra tierra y agua; ahora cultivan trigo, crían animales y lo exportan a sus países. Crearon este Buenos Aires para mostrar al mundo una realidad virtual, donde vago como un fantasma, atravesando personas que ya no existen, y lluvias y soles que no siento.
  Una luna rojiza llena los ventanales de la confitería. Adentro la mujer mira otra vez su reloj, y a los hombres que siguen sin hablarse. Oculta una lágrima que resbala por su mejilla.
     Aquella tarde, salí de la confitería hacia el subte. Cuando llegué las primeras bombas comenzaban a estallar, me metí en un túnel debajo de las vías; fue mi salvación. Tardé una semana en salir de ese lugar, moverme entre los escombros, los cadáveres, la sangre. Días después volví a la confitería. Estaban funcionando las proyecciones holográficas que envían satélites desde el espacio, con días como este que se repite sin cansancio. Ya nada era igual. Aunque Buenos Aires se veía como siempre, como si nada hubiera pasado. Pero al acercarme a un hombre para pedir ayuda y explicaciones comenzó mi pesadilla. Vagué por las calles, sin rumbo y sin pensamientos, hasta que...
  La mujer lo mira. Por un instante que parece la eternidad, los ojos de ambos juntan sus miradas.
   ... te encontré en nuestra confitería de siempre. Esperándome con impaciencia. Te vi otra vez, con tus jeans gastados, los mismos que usaste en la última manifestación por el “No a guerra en Medio Oriente”. Eternizada en el último atardecer que nos vimos. Desde entonces, cada día vengo a nuestro bar a ver tu imagen, a esperar el momento que tu mirada se pose en la mía.
   La mujer tapa su frente con una mano, esboza una sonrisa. Sus ojos se tornan claros. Mira hacia la puerta, dónde un hombre barbudo y con anteojos negros se detiene. Con ambas manos lleva su pelo delante de su hombro derecho. Se mira las puntas.
  Ese único instante se da los jueves a la mañana. Entonces me veo de nuevo en tus ojos:  el momento en que entro a este lugar, caracterizado para que no me reconozcan; mi sorpresa ante tu presencia y la señal convenida de antemano, que algún compañero te enseñó, de que esos dos tipos me habían tendido una trampa. Después la luz demoníaca, que estalla en tus ojos, de las primeras bombas tiradas en el microcentro, creando un amanecer en medio de la oscuridad placentera.
  Al principio, hacían coincidir el clima natural con el de las proyecciones. Pero algo falló. Ya no hay sonidos: ni de hombre, ni de animal. Sólo imágenes desordenadas de días remotos, y ciudades sin alma. Tal vez mi salvación haya sido la tuya. ¿O debías hacerlo, como un ángel mi Ángela guardiana, para que yo cumpliera algún mandato que aún desconozco? Como lo desconoce cada ser humano sobre el planeta. Pero a pesar de este destino incierto, siempre hay señales en nuestro camino, y que a veces no vemos o no queremos ver. Ahora sé que esas son las marcas de Dios.
  Los dos hombres sacan de de sus portafolios sendas máscaras. Se la colocan y salen del lugar. La mujer se levanta sobresaltada. Corre hacía afuera, junto a los mozos y el dueño del lugar, atravesando la mesa y el cuerpo de él, hasta que la figura de la mujer se desvanece al cerrar la puerta de la confitería.
   La señal de tu destino la encontré cuando volví a este lugar, y me preguntaba sobre los versos de ese poeta que llamaban maldito y que tanto amabas, los  últimos que leías aquella tarde. Porque en la imagen de cada jueves no está tu lapicera roja con el capuchón mordido, que encontré sobre la mesa donde te sentaste aquella tarde, y con la que ahora te escribo.
  Hasta que aparezca una nueva marca en mi camino, vendré cada jueves a Los Molinos, y te seguiré buscando en esta ciudad virtual.  
   Termina de escribir. Cierra la carta, la deja en la mesa donde estaba la mujer. Y donde se ve la imagen del libro abierto, de tapas duras, y unos versos remarcados con birome roja.

                      Nada existe sin un fin.
                      Por lo tanto mi existencia tiene un fin.
                      ¿Cuál? Lo ignoro
                      Entonces no soy yo quien lo ha marcado    

                                                                                         Balcarce, marzo de 2002

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