Su piel renegrida y lustrosa estaba llena de cicatrices tremendas, recibidas todas ellas peleando valientemente contra el enemigo común.
Él había tomado parte en todos los combates que se habían librado cerca del campamento y, herido casi siempre, se venía al hospital, donde sabía que el cabo de servicio tenía orden de asistirlo como a cualquier soldado del campamento.
Sargento no se movía del hospital hasta no estar bueno, siendo su primera operación ir a visitar al jefe de la Frontera, como para avisarle que estaba de alta y a su completa disposición.
Sargento conocía perfectamente todos los toques de corneta. El de oraciones lo escuchaba de pie y con un raro recogimiento. Parecía participar de la languidez que invade el espíritu en aquella hora grandiosa, y del respeto que le comunica aquel toque severo en un silencio tan viril y tan solemne.
Al toque de silencio y junto con la larga y sentida nota que lo termina, Sargento lanzaba un aullido triste y prolongado, y se instalaba en su puesto de servicio hasta la siguiente diana.
Al toque de carneada, Sargento era infaltable en el paraje donde se efectuaba. Él ayudaba a voltear las reses y participaba de las achiras con una previsión notable.
Pero si el toque de carneada sonaba durante sus horas de servicio, aunque hiciera tres días que no comía, no se movía de su puesto.
De “Croquis y siluetas militares”
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