miércoles, 19 de junio de 2013

El Rastreador - Por Alfredo Ebelot

Estaba en aquel tiempo dirigiendo los trabajos del gran foso de Alsina, entre Bahía Blanca y Puán. Había establecido mi campamento al lado mismo del foso, a unas seis leguas de la comandancia Sandes, que cubría la frontera a la izquierda de Puán.
Cierta madrugada, al amanecer, estando entregado todavía a medias al sueño propio de las fronteras, que no suprime del todo la vigilancia instintiva y cierta especie de suspicaz discernimiento del peligro circundante, sentí el paso de dos caballos que hacían alto frente a mi carpa. Al mismo tiempo, los dedos de mi asistente rozaron la lona de un modo discreto, pero significativo, indicando que ocurría un caso imprevisto y apurado.
Dos soldados del rondín de noche del fortín más inmediato venían a darme parte de que un grupo de indios había practicado una brecha en el parapeto y penetrado adentro de la línea. Despaché en el acto un chasque a Sandes, avisando de lo acaecido al oficial que mandaba el punto, y agregando que me marchaba a inspeccionar el agujero, y que me enviase cuanto antes un buen rastreador.
Cuando llegué al potrillo, hacía un frío de todos los diablos y un viento capaz de descornar a San José, condición poco favorable por cierto para discernir los rastros de los invasores. La tierra suelta se había volado, y no quedaba sino un montón desplomado de la tosca dura deque allá está formado el subsuelo.
¡Vaya usted a reconocer señales de pasos entre puras piedras!
A lo menos ésta fue mi opinión de gringo inexperto.
El pasto suministraba indicaciones más claras, más acá y más allá del potrillo. Del lado del desierto estaba tremendamente pisoteado en un estrecho radio. Los caballos de la tropilla se habían resistido a lanzarse en la angosta abertura. Habían remolineado, bufando, y encabritándose antes de cometerla. Acorralados por el círculo de jinetes, rabiosa y hábilmente pinchados por las chuzas, se habían en fin precipitado todos juntos, atropellándose, chocándose, sobrecogidos de espanto. En seguida la tropilla se había casi dispersado, al tener cancha abierta después de franqueado el muro de césped. Los jinetes que la dirigían la habían reorganizado rápidamente en compacto grupo, y todos habían disparado a escape en dirección al más cercano valle de los contrafuertes de la sierra de la Ventana. El sargento que me acompañaba, con su mirada de fronterizo, discernía a lo lejos, en medio del oleaje de las plantas, agitadas por el recio viento, una línea recta, parecida a la estela de una nave. Era la rastrillada de la invasión.
Sabíamos a qué hora habían entrado y conocíamos su dirección, por consiguiente su actual paradero. Faltaba un solo detalle para organizar la persecución: cuántos eran.
El rastreador no tardó en untarse con nosotros. Figúrense un sujeto de pura sangre arribeña, lacio el pelo, salientes los pómulos, torvos los ojos a la par que penetrantes y, para más señas, soldado viejo y milico irreprochable.
El viento del desierto había sobrepuesto a su tez cobriza una pátina cálida, que daba un vigor simpático a sus facciones secas y ásperas, de una expresión medio apagada, medio socarrona.
Se apeó pausadamente y miró largo tiempo, callado, las intricadas pisadas que se confundían en el espacio de dos metros de ancho por el cual la tropilla había hecho su furiosa irrupción.
Trepó la pared de tierra, descendió al otro lado, y pisando el suelo con tanta precaución como si hubiera marchado sobre ascuas y alacranes, se dirigió hacia el punto en que los caballos habían remolineado. Evitaba, como se comprende, hacer desaparecer las pisadas accidentales, las de una animal separado del grupo montado.
Llegado ahí, se puso a mirar con tan intensa atención que asumía de veras un carácter escultural su faz de bronce, cuya vida toda se concentraba en los ojos. En seguida, volvió hacia nosotros sin fijarse en anda, atropellando desdeñosamente tierra, pasto, piedras, terruños, como quien no tiene ya que sorprenderles un secreto.
Echó una mirada hacia la sierra sin decir palabra, mostró al sargento, que meneó imperceptiblemente la cabeza en prueba de conformidad, el indeciso reguero marcado por la invasión sobre la verde ondulación de la pampa, y pronunció su sentencia con tonada lenta.
 Han pasado seis caballos montados, quince sueltos, y una yegua madrina con un potrillo de seis a ocho meses.
Los ladrones fueron tomados al día siguiente. Se pudo ver que efectivamente eran seis, que su tropilla constaba de quince caballos y una madrina. El potrillo no aparecía, y me imaginé que el rastreador lo había agregado por su cuenta, para deslumbrarnos con este floreo, que cabía alas mil maravillas en los límites de lo verosímil.
No había tal. El potrillo, cuyas fuerzas no correspondían a la jornada obligada, se había quedado en el camino, rendido. Unos soldados lo hallaron y, lo que allana cualquier duda, lo reconoció la yegua. Tratándose de brutos, la voz de la sangre no es mera figura de retórica. Era, como quedaba anunciado, un animal de ocho meses.
Pocos días más tarde, estaba en Trenque-Lauquen pues sabrán que nos cupieron en suerte morrudas cabalgatas en la frontera, y, pensándolo bien a distancia de algunos años, me preguntó qué fue más duro en las caminatas ésas, si los caballos que las aguantaban, o el cuerpo de los hombres en horquetados sobre ellos.
No desperdicié la ocasión de referir al coronel Villegas la anécdota que acabo de contar, enriqueciéndola con los comentarios entusiastas de un fronterizo novel.
Amigo dijo Villegas que conocía la frontera como el que más y tenía tanta intuición del campo cuanto pude caber en un cerebro civilizado esto no es hazaña un rastreador. ¿Usted, por lo visto, no ha viajado en el interior? Estaba, hace poco, en la provincia de San Luis, en un pueblito en plena sierra. En las montuosas calles, cavadas en piedra viva, sólo los descalzos y las mulas podían caminar sin resbalarse. Me hallaba frente a la escuela, al salir los niños. Lanzáronse en tropel; el mayor de ellos tendría doce años.
“Apenas en la plaza, se pusieron a andar despacio, cabizbajos, con los ojos fijos en el suelo, escudriñando la superficie del duro granito, en que, por el viento, no quedaba un átomo de tierra. Los oí cambiar sus observaciones: “Allá va la mula del cura”, decía uno. “Pasó, hace una hora”, agregó otro. “El receptor de rentas ha ido a pesar a caballo.” “Y el almacenero de la esquina, a pie.” “Con botas.” “Che, vete pronto a tu casa, tu mamá acaba de volver.” “Calzaba alpargatas.” Sí, señor, esos pillos leían todo esto en la roca lisa tan fácilmente como leemos en los libros fruslerías que por lo general no son tan importantes.
 No importa  observó un joven teniente que estaba escribiendo en una mesita renga de una pata , es un país aquél en no ha de ser cómoda para las señoras ir sin ton ni son a casa del dentista.
La más linda historia del mismo genero que me hayan contado los que la sabían de buena fuente es ésta, que, con permiso, voy a reproducir abreviándola.
En la misma provincia de San Luis, un gaucho habitaba solo un rancho asilado. Pasaron unos días sin que nadie lo viese, lo que no llamó la atención, pues los gauchos de San Luis solían emprender viajes tan repentinos como inexplicados. Nadie tuvo la idea. Nadie tuvo la idea tampoco de averiguar si su puerta estaba abierta o cerrada, por dos razones: la una, que en general no transitaba ser viviente por allá; y la otra, que el rancho no tenía puerta.
Sucedió sin embargo que un arriero, campeando en los alrededores una mula que se le había extraviado, percibió cierta hediondez, se arrimó al rancho, se apeó, y los vestigios del lúgubre drama que hubiesen podido quedar impresos en el suelo habían sido borrados por el aguacero.
El arriero se fijó bien en todo cuanto alcanzó a ver, cortó unos pedazos de césped con su cuchillo a fin de tapar las huellas que más características le parecieron, montó a caballo y se fue a dar parte al alcalde.
Éste mandó en el acto un chasque en busca del más ilustre rastreador de la provincia, al superintendente, para decirlo así, de los sumarios. El rastreador acudió, removió delicadamente los terrones colocados por el arriero, estudió los rastros así conservados, descubrió otros que habían escapado a éste, lo grabó bien en su memoria, sacó deducciones, comparaciones, conclusiones, y sin decir palabra montó a caballo y echó a andar, al parecer como quien sabea dónde va.
Lo seguían a la distancia el comisario y la partida de policías que se daban codazos, desconcertados y preguntándose cómo diablos podía aquel hombre seguir con aire de tan perfecta seguridad una pista que ellos mismos, tan puntanos como él y entendidos en estas cosas, no acertaban siquiera a sospechar.
Con todo, la cosa peliaguda. El asesino no era cualquier zonzo. A la cruzada de los arroyos, había tenido buen cuidado de seguir el curso de la corriente, unas veces aguas arriba, otras veces aguas abajo, durante un cuarto de legua largo, manteniendo su caballo en el centro mismo del lecho, en que sus ascos no dejaban más huellas que el pájaro en el aire, el pez en el agua, y el hombre en casa de la mujer, para emplear la traviesa expresión de la Santa Biblia.
En un punto favorable, por lo general cuando la orilla era de roca, obligaba a su caballo a saltar de un brinco sobre la rivera, a menudo del mismo lado por el que había entrado, repitiendo a poco andar la misma estratagema a fin de enredar los rastros.
El rastreador desenmarañaba la madeja con toda la paciencia. Necesitó para ello varios días. A la noche, se acampaba a conveniente distancia de la pista bastante cerca para encontrarla con facilidad a la madrugada siguiente; bastante lejos para evitar que los caballos de la escolta, largados en el campo, borrasen las pisadas.
Llegaron por último a un pueblo. La partida de policía lo creyó todo perdido. hacía ocho días, por lo bajo, según cálculos minuciosamente establecidos, que el asesino había pasado por allá, y en ocho días, en tiempo de lluvia y de barro ¡cuántos rastros pueden tapar los de un jinete en las calles de un pueblo!
El rastreador sin embargo seguía avanzado sin vacilación. Tomó primero una calle, en seguida otra perpendicular, dio una vuelta más, entró en la plaza de las carretas o, como se dice, la plaza de los frutos del país. Los policías estaban medio picados de escepticismo, medio atónitos de admiración.
Serpenteó algún tanto entre las carretas formadas en hileras. Se entrecortaban innumerables pisadas de bueyes, de caballos, de hombres, que maculan el suelo en las inmediaciones de las paradas de carretas. Excusado es decir con qué metódica lentitud y con qué ansias se verificó esta parte del camino.
Por último, el rastreador se tiró al suelo, manoseó un montoncito de barro fétido, examinó los cascos de un caballo allí atado, y dijo con un aliento de alivio: Priendan a este hombre.
El acusado era un tropero viejo, dueño de seis carretas de bueyes, conocidísimo en el lugar como hombre honrado, y que probó con toda evidencia que, en los quince días anteriores, teniendo carga que entregar y recibir, no se había separado ni una horda del fogón en que estaba tomando mate, cuando lo prendieron.
Los policías, que primero habían exclamado: “¡Oh! ¡oh!”, se sonreían ahora exclamando: “¡Ah! ¡ah!”
Está muy bien dijo el rastreador con la inalterable calma que es en ellos un don natural corroborado por la dignidad de la profesión, pero vas a decirme a qué peón tuyo pertenece este caballo.
Este caballo no es nuestro. Lo he cambiado con un caballo mío. El gaucho que me lo dejó venía de lejos, según dijo, tenía que ir lejos, y se la había aplastado el mancarrón, que es éste. Lo tenía a estaca y a pasto seco para componerlo.
¿Cuánto tiempo ha?
El tropero contó en los dedos y contestó:
Ocho días.
Perfecto. ¿Dónde ensilló el otro caballo?
Cuando se lo cambié, estaba atado a la culata de la tercera carreta.
El rastreador se fue a la tercera carreta.
¿Es éste su casco? preguntó, poniendo el dedo sobre un rastro casi borrado.
Este mismo. Mira, aquí se ve más claro.
Gracias. ¿De qué pelo es el caballo que le disteis?
Overo.
Está bien.
La verdad me obliga a declarar que el rastreador se valió entonces de un ardid de guerra. Ensilló y enfrentó el caballo del asesino. En adelante iban dos en busca de su casa: el jinete guiado por el rastro, el caballo que husmeaba la querencia. Todo anduvo, pues, a pedir de boca. Hubo momentos en que galopaba fumando, sin dignarse mirar al suelo, tan seguro de estar en buen rumbo como si hubiera seguid un camino nacional con mojones kilométricos y postes del telégrafo.
Al día siguiente, su caballo relinchó. Se divisaba a corta distancia un rancho y un caballo overo atado al palenque.
¡Rodeen la casa! ordenó el rastreador.
El dueño del rancho apareció en su puerta. Vio al rastreador, a quien conocía montado en su propio caballo, y la partida de policía desplegada en guerrilla.
 Estoy perdido  dijo, simplemente, y sin ambages, ni reticencias, abrumado por la evidencia, confesó todo.
Si este cuento no se hubiera hecho tan largo, si quisiera filosofar sería del caso de preguntarse lo que hemos ganado en civilizarnos, en gustar de las salsas picantes, de los juegos de la Bolsa y de las mujeres pintadas.
Eso nos llevaría lejos; pero puede decirse que hemos perdido en ello una porción de sentidos delicados, perspicaces, infalibles, que han conservado las palomas, los caballos, los salvajes, seres que todavía consideramos brutos, de puro engreídos por la refinación y embotamiento de nuestro organismo.
Y téngase en cuenta que, entre los sentidos de que nos hemos despojado así, el más atrofiado es el sentido común.

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