Inés, la heredó de su madre. La máquina tenía más de setenta años, era del siglo pasado. Negra y con dibujos en relieve imitando a los capullos en flor.
En casa de Inés, solo podían utilizar la máquina las mujeres. Pasando de generación en generación. Inés comentaba que: "lo único que sabía bien, era coser" . Puntada que daba, puntada que nunca se descosía.
Cuando comenzó la guerra, Inés se quedó viuda y con tres hijos. Ganaba el pan cosiendo gabanes para los milicianos. Unas veces cobraba dinero y otras le pagaban en especie.
Blanca era la única chica de sus hijos. Los desvelos de Inés por enseñarla a coser siempre fracasaron:
Has de saber Blanca que tendrás que seguir la tradición familiar y que ocuparás mi sitio el día que yo me muera. Alimentando así, a tu familia.
Blanca nunca le llevó la contraria a su madre. Simplemente le seguía la corriente:
Primero decía Inés, enhebras la aguja y pasas el hilo por detrás. Pon especial cuidado para que la tela nunca se tuerza y con ambos pies pedalea, pedalea, te gustará tanto su sonido, que cuando lo hagas, una gran calma se apoderará de ti.
Javier era el más pequeño de los hermanos. Al llegar del colegio se ponía junto a su madre y la ayudaba a doblar la ropa, se entusiasmaba mirando como la tela pasaba por debajo de la aguja hasta convertirse en un pantalón o en una chaqueta.
Inés, se quejaba de porqué el destino a menudo se equivocaba:
Javier, tú tendrías que haber sido mujer y la máquina de coser hubiera sido para ti. Pero hay que respetar la tradición y el pacto jamás se debe romper. Se lo prometí a tu abuela antes de morir. Ahora, tu hermana tiene que cumplir el pacto.
Javier, preguntaba una y otra vez, por qué no podía ser él quién cosiera en la casa. Inés, le explicaba que solo las mujeres cosían y así, debería ser.
Un día Inés se encontró tan agotada de tanto trabajar, que cayó enferma. Se quedó dormida apoyada en la máquina de coser. Y ya nunca volvió a despertar.
Los montones de ropa se apilaban a un lado de la habitación. Su ausencia enseguida se notó, no había dinero y los hijos eran muy pequeños para trabajar.
Blanca, intentó recordar las enseñanzas de su madre. Unas veces el hilo se rompía, otras la tela se torcía, acabando la pieza siempre en el cubo de la basura.
Los tres hermanos decidieron que había que cerrar la habitación dónde cosía su madre. Nadie quería entrar allí; tan solo Javier lo hacía. Le gustaba acariciar la silla donde se sentaba su madre, y de esa manera podía llorar e incluso, la veía.
Mientras miraba a la ventana, le pedía a su madre, que se rompiera el pacto y que fuera él quien utilizase la máquina de coser.
Una noche cuando Javier estaba solo. Un soplo de aire frío inundó la habitación, en ese instante se apagó la luz, un rayo de sol se coló por la ventana iluminando la vieja máquina de coser. Primero, se abrió la tapa y la máquina comenzó a pedalear sola. Fueron pasando piezas de tela cortada, y la chaqueta o el pantalón salía cosido. Javier abrazó la silla. Implorando a su madre, que fuese él quien debía coser. En ese instante la habitación quedó en penumbra y la ventana se cerró con un golpe seco.
Javier, no quiso comentar nada a sus hermanos. Después, fue corriendo a su dormitorio. Se acurrucó en la cama y se cubrió con una manta.
Llevaban varios días escuchando un extraño ruido en la habitación de su madre. Todas las tardes cuando el sol se ocultaba, se oía un pedaleo que no cesaba. Javier no tuvo más remedio que contarles a sus hermanos lo que había pasado, pero nadie le creyó.
Una noche decidieron pasar a la habitación, escucharon la máquina de coser, al abrir la puerta, vieron que en la habitación había tanta luz que parecía de día. La ventana abierta, los rayos del sol, se reflejaba en la máquina de coser, y la silla estaba ligeramente girada como si alguien la ocupase. El aire soplaba con tanta fuerza que hacia frío. Javier, se puso a gritar:
Mamá, rompe tu promesa y deja que sea yo quien cumpla tu trabajo.
Los otros hermanos notaban la presencia de alguien que les resultaba conocida.
Una pieza de tela voló en la habitación. Haciendo piruetas por el aire y unas veces subía y otra vez caía. Los tres hermanos querían atraparla y no lo conseguían cuando ya casi la tenían cogida. La tela volvió a elevarse hacía el techo serpenteando de un lado a otro de la habitación.
La tela, por fin, fue a caer sobre las manos de Javier. Blanca fue a la ventana y gritó:
Mamá, desde hoy queda roto el pacto, la vieja máquina de coser, será para ti Javier.
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