Desde hace varios años, primero como estudiante y después como profesor de criminología, me obsesionaba el hecho de que la mayor parte de los que escribimos libros y artículos sobre la policía no han sido nunca policías ellos mismos. Me sentía cada vez más incómodo ante muchos de mis alumnos, que eran antiguos policías. En mis clases, en las que ostentaba frecuentemente un sentido crítico muy desarrollado frente a la policía, ocurría a menudo que ellos me replicaban que me era imposible comprender lo que un Policía está obligado a soportar en la sociedad moderna si yo mismo no había ejercido esa profesión.
Sintiendo que me faltaba algo y convencido de que el saber tiene un lado práctico tanto corno teórico, decidí recoger el desafío: me haría policía para determinar una vez por todas la exactitud de lo que los otros criminalistas y yo decíamos desde hacía tanto tiempo sobre la policía.
Con treinta y un años, una familia y un porvenir abierto de criminólogo, yo era seguramente la última persona de la que podría esperarse que entraría en la policía. Se me hizo comprender que la idea en si misma era escandalosa y absurda. Afortunadamente, varios de mis alumnos, que habían sido policías o lo eran aún en esa época, mostraron mas optimismo y entusiasmo. Según ellos, los jefes de la policía y los policías mismos se alegrarían de la ocasión que se les ofrecía de mostrar a los universitarios los problemas inherentes a su profesión. Si uno de nosotros quería realmente ver y sentir lo que es el mundo del policía cuando se está dentro del uniforme, y no desde lo alto de esta fortaleza segura y confortable que es una cátedra o un aula de la Universidad, los policías mismos harían todo lo que estuviera de su parte para que ese el proyecto se realizara. Les precisé, desde el comienzo, que no pretendía ser un observador ni un oficial de reserva, sino un agente ordinario y a tiempo completo de su servicio durante un período de 4 a 6 meses. Declaré, además, que esperaba trabajar, durante la mayor parte de ese tiempo, como policía en uniforme, en uno de los equipos que patrullan en las calles céntricas y se enfrentan sobre todo con la violencia, la pobreza, la inestabilidad social y una fuerte criminalidad. Se declararon de acuerdo, quedando entendido que yo tendría que cumplir primeramente las mismas condiciones que los demás candidatos. Tendría, por ejemplo que someterme a una encuesta detallada y a un examen de aptitud física y tener el mismo nivel mínimo de instrucción que todos los demás funcionarios de Florida. Aparte de mi situación insólita de “policía profesor”, yo sería en todo igual a los demás policías, desde el revólver reglamentario Smith and Wesson, calibre 38 que llevaría conmigo, hasta el uniforme y la insignia.
Durante cuatro meses, cuatro horas al día y cinco tardes por semana, seguí las clases de la escuela de policía con treinta y cinco condiscípulos más jóvenes que yo. Mi calvicie de intelectual me hacía enseguida destacar en medio de aquellos jóvenes que se destinaban a la carrera de funcionarios de la policía. Al principio me llamaban “el Profesor”, pero después de mis joviales protestas me apodaron “Doc.”
Después de lo que parecía su una eternidad, obtuve, finalmente, mi diploma de la escueta de policía y viví lo Que debía ser la experiencia más difícil, pero también la más fecunda de mi vida: fui policía.
Nunca olvidaré ese primer día ante la puerta del puesto de policía. Me encontraba incómodo, y tenia la impresión de que todo el mundo me miraba, con mi flamante uniforme azul y todo aquel cuero que crujía. Si durante mi” aprendizaje escolar había adquirido la convicción de que era capaz de desempeñar mi papel, ahora había perdido toda confianza en mi mismo, y permanecí bajo la lluvia mirando las otras siluetas vestidas de azul que entraban a paso rápido. Al cabo de algunos minutos hice de tripas corazón y penetre en el puesto de policía comenzando así mi nueva carrera de funcionario de la policía urbana.
Aquel primer día me parece ahora muy lejos.
En el momento en que escribo he hecho más de cien patrullas. Aunque soy todavía un novato, son tantos los acontecimientos que se han producido en estos seis meses que ya nunca seré ni ese hombre, ni ese científico que se presento ante el puesto de policía ese primer día.
Siempre había pensado que los policías exageran mucho el número de insultos de palabras y malos tratos de que son víctimas en servicio. Las primeras horas pasadas en la calle, como policía, me encontraba en un estado de felicidad que no debía durar mucho. Como profesor de Universidad, estaba acostumbrado a ser tratado con respeto y deferencia por todos. Me imaginaba un poco ingenuamente que encontraría ese mismo respeto en mi nuevo papel de policía. Después de todo, yo era representante de la ley; todos, gracias a mi insignia y a mi uniforme, podían ver que estaba consagrado a la protección de la sociedad. Ciertamente esto me daba derecho a cierto respeto y a cierta cooperación por parte del público; al menos así lo creía yo. Muy pronto me percaté de que mi insignia y mi uniforme, más bien que protegerme contra la maldad y la violencia, no hacían sino atraerme, como un imán, hacía numerosos individuos que odiaban lo que yo representaba.
La primera tarde, algunas horas después del comienzo de mi patrulla, se envió a mi colega y a mí a un bar del centro para restablecer el orden. En el establecimiento encontramos a un borracho de fuerte complexión que discutía con el encargado del bar y se negaba a marcharse.
Teniendo yo una gran experiencia con los presos y los enfermos mentales, me apresuré a hacerme cargo de la situación. “Perdón, señor, dije con una sonrisa amable al borracho, ¿tiene la bondad de salir para hablar conmigo un momento?”. El hombre, asombrado, me miro con ojos redondos e inyectados de sangre durante algunos instantes y se puso a rascarse el mentón, no afeitado desde hacía varios días. Después, de repente, sin preámbulo, ocurrió la cosa. Se precipitó contra mí, no alcanzándome felizmente en el rostro, y me golpeó en el hombro derecho, ¿Qué había hecho yo para provocar tal reacción? Antes de que me hubiera repuesto de mi sorpresa me golpeó de nuevo, arrancando esta vez la cadena de mi silbato sujeta a la hombrera. Después de una breve lucha, logramos encerrar al borracho, que continuaba gritando y jurando en la parte trasera de nuestro automóvil de patrulla. Durante unos momentos traté de cobrar aliento, con el cabello en desorden, contemplando los daños sufridos por mi nuevo uniforme; completamente estupefacto, mire a mi colega, que se contentó con sonreír y darme una palmada afectuosa en la espalda.
“Hay algo que no va bien”, pensaba para mis adentros en el automóvil mientras que nos dirigíamos hacia la prisión. Muchísimas veces había yo adoptado la misma actitud suave y constructiva con los reclusos y los delincuentes en período de “prueba”.
El resultado siempre había sido bueno. ¿Por qué había de ser diferente por el hecho de ser policía? Cuando era profesor de Universidad había tratado siempre de inculcar a mis alumnos la idea de que es un error imponer la autoridad, decidir por los otros o apoyarse en órdenes y mandamientos para hacer algo. Pero cuando fui policía eso fue exactamente lo que tuve que hacer constantemente. Por primera vez en mí vida me encontré frente a individuos que veían en la bondad una debilidad y una invitación a la irreverencia y a la violencia. Me encontré frente a hombres, mujeres y niños que, bajo el impulso del miedo, de la desesperación o de la emoción, apelaban a lo que se encontraba tras mi uniforme azul y mi insignia para guiarles, vigilarlos y dirigirles. Para alguien que había siempre condenado el ejercicio de la autoridad, aceptarse como símbolo ineluctable de autoridad fue una amarga revelación.
Descubrí que entre encontrar a individuos como lo había hecho en el marco de instituciones psiquiátricas o penitenciarias, y enfrentarse con ellos, como debe hacerlo el policía cuando son violentos, están excitados o desesperados, había un mundo. Al vestir el uniforme de policía perdía el lujo de estar sentado en un despacho climatizado con mi pipa y mis libros, con versando reposadamente con el autor de una violación o de un robo a mano armada sobre los problemas de su pasado que le hablan conducido a ponerse contra la ley. ¡Aquellos delincuentes parecían tan inocentes, tan inofensivos en el marco aséptico de la prisión! Los delitos que habían cometido a menudo terribles, pertenecían a un pasado ya muy remoto y se reducían como a sus víctimas, a cierto número de palabras impresas en una página.
Ahora, en cuanto policía, empecé por primera vez a ver en el delincuente una amenaza muy real para mi seguridad personal y la de nuestra sociedad. El criminal ya no era una persona inofensiva, vestido con un mono azul, sentado al otro lado de mi mesa en mi despacho de la prisión, ni una “víctima” de la sociedad, que debía ser tratada con piedad y clemencia. Era un autor de robo a mano armada que huía del lugar de su fechoría, un loco peligroso que con el arma en la mano amenazaba a su familia, alguien que agazapado tras el volante de un automóvil en una calle mal iluminada podía matarme.
De la misma manera que el crimen, el miedo perdió rápidamente su carácter impersonal y abstracto, para convertirse en una realidad cotidiana. Ese miedo se traducía en una opresión de las entrañas cuando, por ejemplo, me acercaba a un almacén donde se había puesto en marcha una señal de alarma silenciosa. Se traducía en una boca seca cuando, con nuestros faros azules y nuestra sirena, corríamos hacia los lugares que se nos había señalado mediante una “señal cero” (individuos armados y peligrosos). Por primera vez en mi vida hice el aprendizaje verdadero del miedo, tal como lo conoce cada policía. Día tras día el miedo me seguía, haciendo brotar un sudor frío en mis manos y llevando adrenalina a mis venas.
Recuerdo muy particularmente un aprendizaje dramático del miedo que hice poco después de mi entrada en la policía. Mi colega y yo estábamos haciendo una patrulla ordinaria un sábado por la tarde, en uno de los barrios bajos lleno de bares y de lugares de apuestas deportivas, cuando nos fijamos un joven estacionado en doble fila en medio de la calle. Me detuve cerca de él y le rogué educadamente que aparcara junto a la acera o que circulara. Empezó a gritar muy fuerte, con abundancia de juramentos, que no se movería de allí. Cuando bajamos de nuestro coche patrulla para acercarnos al hombre, una multitud turbia empezaba a reunirse, y el hombre gritaba que le estábamos fastidiando y pedía la ayuda de las personas presentes. En cuanto profesor de criminología, algunos meses antes yo hubiera insistido en que el policía, que era yo mismo, debía dejar simplemente el vehículo en doble fila e irse en lugar de correr el riesgo de provocar un incidente. Pero en cuanto policía, había llegado a comprender que un policía no debe nunca eludir su responsabilidad y debe aplicar la ley cueste lo que cueste. El hombre continuo injuriándonos y negándose con toda su energía a mover su vehículo. Al proceder a su detención y tratar de hacerle entrar en nuestro automóvil, un hombre y una mujer desconocidos salieron de la multitud, que no dejaba de aumentar, e intentaron liberarle. En el tumulto que siguió, una mujer histérica se destaco y trato de agarrar mi revólver de servicio, mientras que la multitud colérica empezaban a precipitarse sobre nosotros. En un instante dejé de ser el intelectual que mira desde lo alto de su torre de marfil cómo un policía comete excesos de celo en la calle: yo mismo participaba y combatía para seguir vivo y no ser herido. Me acuerdo del miedo que me atenazaba las entrañas mientras que trataba de alcanzar la radio de nuestro automóvil. Accioné simultáneamente una señal de alarma y el botón secreto que libera a nuestras armas de su soporte, en el momento en que mi colega trataba de guardar al prisionero y de mantener a la multitud a distancia por medio de su revolver.
Cual severamente hubiera juzgado, solo algunos meses antes, al policía que ahora empuñaba el revólver. Pase por detrás del vehículo, el arma en la mano, y grite a la multitud que se retirara. Pensé de nuevo, en un instante, que siempre había sostenido el parecer de que los policías no debían llevar revólveres, a causa de su carácter de “arma ofensiva” y del peligro que su vista puede presentar para las relaciones con los habitantes. Ciertamente que cuando era profesor de criminología me hubiera apresurado a condenar al policía que ahora no era otro que yo mismo y que temblaba de terror y de inquietud y amenazaba con su arma a una multitud no armada. Pero las circunstancias que habían llegado a cambiar radicalmente mi punto de vista, pues ahora era mi vida y mi seguridad las que estaban en peligro, mi mujer, y mis hijos quienes llevarían el luto. No se trataba de “un policía “o del policía Smith, sino de mi George Kirkham.
Después de formar parte de los que se habían ocupado siempre mucho de los derechos de los delincuentes, empezaba ahora por primera vez a considerar la cuestión de los derechos de los policías. Ahora que vestía el uniforme de policía me parecía que los esfuerzos que hacía para proteger a la sociedad y velar por mi seguridad personal estaban amenazados por numerosas decisiones judiciales y por las medidas de indulgencia tomadas por la comisión de libertad bajo palabra que yo siempre había defendido con tenacidad. Yo, que había recibido una cierta instrucción, no podía decir por que cuestión los que matan y mutilan a policías (es decir, a hombres que tienen la alta misión de mantener la cohesión de la sociedad) son condenados tan a menudo a penas menores. Empezaba a cansarme de todos los esfuerzos que tenía que hacer para sujetarme a ciertas restricciones legales, cuando en el mismo momento los bandidos y los delincuentes no dejaban de burlar la ley en provecho propio. Me acuerdo de una tarde en que estaba en la calle leyendo a un revendedor de heroína lo que eran sus derechos, cuando de repente el individuo rompió a reír y termino de recitar de memoria la lección, sin alterar una palabra. Se le había informado sobre sus derechos con arreglo a la ley, pero ¿qué hacía el de los derechos de las víctimas de personas como él? Por vez primera empezaban a asaltarme preguntas de este tipo.
Habiendo sido educado en un hogar burgués y confortable y habiendo trabajado en los servicios penitenciarios nunca había conocido el tipo de miseria humana y de tragedia que forman parte de la vida cotidiana del policía. En mi nuevo papel de policía descubría que las víctimas eran algo más que estadísticas impersonales. Cuando era trabajador social de los servicios penitenciarios y profesor de criminología, apenas había pensado en quienes son las víctimas de los malhechores en nuestra sociedad. Ahora que veía tantas vidas irremediablemente rotas y destruidas por los autores de los crímenes, me obsesionaba la cuestión de la responsabilidad que incumbe a la sociedad de proteger a los hombres, las mujeres y los niños que son cada día víctima de esos malhechores.
El mismo tipo de tensión cotidiana que aquejaba a colegas empezó pronto a roerme, Estaba harto de verme insultado y atacado por malhechores, que, en general, encontrarían un auditorio muy comprensivo en los jueces y los jurados, dispuestos a comprender su punto de vista y a concederles una “segunda oportunidad”, Estaba harto de vivir bajo la amenaza de esa espada de Damocles que son la prensa y los grupos de presión, dispuestos a hacerse lenguas de la más ligera falta cometida por mí o por uno de mis colegas policías,
Como profesor de criminología, había tenido siempre un lujo a mi alcance: el de disponer de tiempo sobrado para tomar decisiones difíciles, Pero como policía, me veía obligado a tomar las decisiones más críticas en un lapso de segundos, y no de algunos días, por ejemplo, para decidir si debía disparar o no, arrestar o no a una persona perseguirla o dejarla escapar; y siempre con la molesta certeza de que otros, los que disponen de mucho tiempo para analizar y pensar, estaban dispuestos a juzgarme y condenarme por lo que hiciera o lo que no hiciera. Me veía obligado no sólo a vivir una vida hecha de segundos y de adrenalina, sino también a tratar de problemas humanos más difíciles que todos los que me habían salido al paso en el transcurso de mis actividades penitenciarias y psiquiátricas,
Las disputas familiares, la enfermedad mental, las multitudes que llevan en germen situaciones explosivas, los individuos peligrosos, todo ello me aterraba cada vez mas por la complejidad de las funciones de unos hombres cuyo trabajo me había parecido antaño relativamente sencillo lo que yo quisiera es pedir al psicólogo o al psiquiatra medio que trabajaran un día solamente como policías y que trataran a personas con problemas que además de ser graves, requieren una solución inmediata. Les invitaría a penetrar como yo he hecho, en una sala de apuestas llena de humo de cigarros, en la que cinco o seis hombres coléricos se injurian.
Quisiera que el consejero de prisiones o el encargado de la libertad bajo palabra vieran a su cliente no en la calma del despacho, sino como le ve el policía callejero, golpeando a su hijo pequeño con un cinturón de pesada hebilla o dando patadas a su mujer encinta. Quisiera que el y todos los jueces y jurados de nuestro país, pudieran ver, como no puede por menos el policía de la calle, los estragos de la criminalidad sobre inocentes que reciben cuchilladas, tiros, golpes que son violentados, robados y asesinados. Este espectáculo les daría, no lo dudo, una visión distinta del crimen y de los malhechores, como a mí me ocurrió.
Pese a toda la miseria y todo el sufrimiento humano con que los policías tienen que rozarse durante su trabajo, me sorprendía el increíble sentido humano y la sensibilidad que parecen caracterizar a la mayoría de ellos. Repetidas veces hube de renunciar a la imagen estereotipada que me había hecho del “poli” brutal y sádico, al ver el sentido de fraternidad humana que puede mostrar la policía: Así aquel joven policía practicando el boca a boca en una piltrafa humana cubierta de suciedad; O aquel policía de cabello gris que parecía confuso cuando descubrí las bolsas de caramelos que llevaba en el cofre de su automóvil para niños pobres en los “ghettos”, para quienes era una especie de Papá Noel; o aquel otro que daba dinero de su bolsillo a una familia hambrienta y desprovista de todo recurso, a la que seguramente no volvería a ver; o, en fin, ese otro policía que fuera de sus horas de servicio visitaba a unos padres inquietos para hablarles de su hijo o de su hija, que atravesaba una crisis.
Como policía, me asombraba muchas veces al ver cómo mis colegas podían resistir a las previsiones cotidianas, a menudo intensas, que les imponía su trabajo. Lo prolongado de los servicios, los fracasos, el peligro y la tensión, todo ello parecía aceptado, como si formara parte, naturalmente de la realidad del trabajo profesional.
Recuerdo en particular una tarde en que esto se me reveló de manera notable. La jornada había sido larga y difícil, había terminado con la persecución a gran velocidad de un automóvil robado. Terminado el trabajo, yo tenía vagamente conciencia de estar muy cansado y en tensión. Mi colega y yo caminábamos hacía un restaurante, para tomar un poco de alimento, cuando ambos oímos un ruido de vidrios rotos que venía de una iglesia, y vimos a dos muchachos de cabello largo que huían. Les interpelamos y pedí a uno de ellos su documentación, al mismo tiempo que le enseñaba mi tarjeta de policía. Se rió de mí en mis narices, lanzó una palabra grosera e hizo ademán de irse, Inmediatamente le agarré por la camisa y le hice dar media vuelta, gritando: “¡A ti te hablo, animal!” Sentí, la mano de mi colega en mi hombro y detrás de mí su voz sosegada que me decía: “¡Calma, Doctor!” Solté al adolescente y durante algunos segundos no abrí la boca, incapaz de aceptar la evidencia de que había perdido mi sangre fría. Como un relámpago, me atravesó el recuerdo de una lección en la cual había dicho a mis alumnos: “Quien es incapaz de dominar enteramente sus emociones en todas las circunstancias no tiene nada que hacer en la policía”. A la sazón estaba encargado de dirigir un estudio sobre las relaciones humanas, para enseñar a los policías la técnica del dominio de las emociones. ¡Y ahora un policía se veía obligado a decirme a mí, experto en “dominio de emociones”, que me calmara!
Yo, que había considerado siempre a los policías como una banda de paranoicos, descubrí, en medio de la violencia a la que asistía todos los días, que un buen policía debe vivir en estado de desconfianza perpetua si quiere regresar a su casa todos los días. Como tantos otros policías, a fuerza de verme expuesto todos los días a la criminalidad de la calle, llegue pronto a llevar un arma prácticamente todo el tiempo fuera de las horas de servicio. Empecé a observar con atención a todas las personas y todos los objetos que me rodeaban, pues las cosas empezaban a adquirir una nueva significación: así, una puerta abierta, un individuo vagando por una calle oscura, una placa de matrícula trasera cubierta de barro. Según mi familia, mis amigos y mis colegas de la docencia, mi personalidad empezó a modificarse lentamente, a medida que mi carrera de policía progresaba.
Así como antaño, en compañía de otros intelectuales, me inclinaba fácilmente al sarcasmo al hablar de los policías, ahora me volvía sumamente susceptible cuando se hacían en mi presencia ese tipo de observaciones, y varias veces me lancé a apasionadas discusiones a este respecto.
Muchas veces me hice las preguntas siguientes, cuando era policía: ¿Por qué se hace uno policía?”. “¿Por qué permanece uno en la profesión?” La respuesta no está ciertamente en la falta de consideración de que es uno víctima, ni en las restricciones legales, que hacen el oficio cada vez más puro, ni en la duración de los horarios, ni en los bajos sueldos, ni en el peligro de ser muerto o herido al tratar de proteger a personas que muchas veces ni siquiera parecen agradecerlo.
La única respuesta que he podido encontrar a esta pregunta se basa en mi propia experiencia de policía que es limitada. Cada noche volvía a casa y me quitaba la insignia y el uniforme azul con un sentimiento de satisfacción y el convencimiento de haber aportado una contribución a la sociedad. No he experimentado este sentimiento en ninguna otra profesión.
Durante demasiado tiempo, los profesores de los establecimientos de enseñanza secundarios y superiores estadounidenses hemos inculcado discretamente a los jóvenes la idea de que ser policía es algo malo. Ya es hora de que esta situación cese. Esto es lo que me vi obligado a admitir una tarde, no hace mucho. Acababa de terminar mi servicio de policía y tuve que precipitarme a la Universidad para una clase vespertina, sin tiempo para quitarme el uniforme. Al precipitarme a mi despacho para tomar unas notas, vi que el rostro de mí secretario se alargaba a la vista del uniforme. “Pero Doctor Kirham, ¿no irá a dar su clase vestido así?” Quedé confuso un momento, y comprendí de pronto que si hubiera aparecido ante mis estudiantes con barba o cabello largo no habría tenido necesidad de disculparme. Los partidarios del amor libre y los revolucionarios predicadores del odio no se disculpan por pertenecer a esos movimientos. ¿Por qué habría de hacerlo alguien cuyo aspecto físico simboliza un compromiso de servir a la sociedad y protegerla? “¿Por qué no? Repliqué con una sonrisa. Estoy orgulloso de ser un poli” Reuní mis notas y fui a dar clase.
Terminare este artículo diciendo que quisiera que otros educadores se tomaran el trabajo de examinar algunos de los problemas del policía antes de apresurarse a condenarle y a juzgarle. Todos conocemos el viejo proverbio según el cual debemos abstenemos de juzgar a alguien antes de haber recorrido al menos un kilómetro con sus zapatos. Me he probado los zapatos y he dado algunos pasos difíciles con ellos, Esos pocos pasos me han dado una comprensión y un juicio de nuestra policía radicalmente nuevos, y he tenido que admitir con toda modestia que la posesión de un doctorado no abre todos los conocimientos ni pone a su titular en una posición Superior en la que no pueda recibir lecciones de personas menos instruidas que él.
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