jueves, 20 de junio de 2013

CONTRA EL AUGE DEL BLA, BLA, BLA Por Jorge A. Dágata

Existió una época en que el lenguaje se utilizaba como medio de comunicación entre los seres humanos. Con palabras aire articulado- podía trasmitirse un hecho, una experiencia, un deseo, una idea, un sueño. Todavía quedan resabios de esa vieja costumbre.
Dice un proverbio que la claridad es la cortesía de los sabios. Algunas teorías de la comunicación, mal comprendidas y peor aplicadas, pusieron patas para arriba ese concepto.
Aún considerando los casos en que se emplea una sintaxis aceptable y un caudal adecuado de vocablos, proliferan ahora los enredadores de lo sencillo. Los que nada tienen para decir pero buscan la forma más complicada de hacerlo y transforman la vacuidad en discurso. O, peor aún, los que tratan despectivamente la función básica del lenguaje: descubrir para el otro, descorrer la cubierta y lograr que aparezca el hecho verdadero en su núcleo esencial. Estos encubren lo simple en una maraña de asociaciones impertinentes para que, agobiado quien debiera ser informado, quede en ayunas y termine dando la razón a quien lo está embaucando.
Hubo un tiempo en que el verbo fue sacralizado, adjudicándole la virtud mágica de crear, de permitir que nazca a la luz y el orden aquello que, inexpresado, se oscurecía en el caos del universo. Los hombres podían entonces comprender, apropiarse con inteligencia del tema que se trataba, juzgar sobre su verdad o conveniencia, decidir en libertad.
Verseadores, caminadores, charlatanes, en fin, existieron siempre y mientras durara el crédito comerciaban con ventaja. Desde que el ser humano se supone una cosa más y no ya un semejante, los hábiles feriantes abandonaron la víbora y se enroscaron en la cabeza y en la lengua- las más sofisticadas metáforas, vengan o no a cuento. ¿Para qué? Para trepar unos escalones más en la consideración del otro, o lo que es lo mismo, rebajarlo a un nivel tal que resulte evidente su inferioridad, ya que no es capaz de comprender.
Tan exitoso ha sido el procedimiento que logró invadir todas o casi todas las actividades en que algún bípedo parlanchín tenga algo que ver y que decir.
Funciona muy bien en los escaños muy mal, bah-, lugares en los que con demasiada frecuencia se habla mucho para que se haga poco.
Cae de maravilla en las tribunas de los que gobiernan y en las de los que tratan de impedirlo.
Ha infectado a muchos comunicadores -¡quién lo hubiera creído!- obligados a llenar espacios aunque sea de vacíos, dando demasiadas veces tratamiento a cuestiones con las que jamás han tenido trato alguno.
La justicia, que concebíamos ciega, emplea en casos que bien sufrimos el recurso omnipotente de los tecnicismos recurso más lingüístico que legal-, para volverse muda cuando le toca explicar al sentido común porqué se ha trastocado tan injusta.
Como decía al principio: la vieja costumbre de dar a las palabras el valor que realmente tienen, sin menospreciar sus connotaciones, sin ignorar la imprecisión que puedan contener, pero disminuyéndola en lo posible y no haciendo lo contrario; esa reliquia está adormecida, pero sobrevive. Si no, sería necesario creer que ha muerto en la humanidad la conciencia de sentirse, precisamente, humana: poseedora de la palabra, que la hace un poco más no demasiado- que un organismo entre otros.
Adulterar el lenguaje es matarlo.
Un perro ladra o aúlla, da vueltas, mueve lo que ya sabemos y a quien quiera entenderlo no le hará falta más.
Un hombre, con las virtudes del idioma a su alcance, se encierra en islas de incomprensión y termina en el silencio violento. Ha descubierto muchas cosas e inventado tantas otras; ¿cómo creer que no caerá en la cuenta de que todavía puede recurrir a las palabras?

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