jueves, 20 de junio de 2013

EL PORQUÉ DE NUESTRA EQUIVOCADA VIDA LITERARIA Por María Elena Walsh

Mi estimado señor director:

Ojalá sea esta, por fin, una oportunidad de divulgar algunos puntos de vista, no sólo personales sino también inspirados en la unánime inquietud de mis compañeros en la juventud y la poesía.
Pensamos que la de El Hogar es una de las primeras voces de esperada valentía que se decide a quebrar este trágico silencio de nuestros instrumentos espirituales. Todos debemos responder a ese llamado, no para justificar nuestra parte de culpa, sino para aprontar nuestras manos, nuestra mente y nuestro sentir en la construcción que a todos nos reclama con urgencia, con amenaza.
Me parece que el discutido es un problema viejo, relampagueado alguna que otra vez por aisladas conmociones, pero ninguna rotunda como la de los martinfierristas.
Desde ellos tanto los de Florida como los de Boedo hasta ahora no hubo ninguna profunda interrupción de nuestro sosegadísimo curso. Hace ya tiempo, Eduardo Mallea quiso identificarnos con esa patriótica desazón la misma de ahora y después
nadie pintó mejor que él las desconsoladoras verdades de nuestro destino. Y al convocarnos advertía: “Escandalícense poco aquellos a quienes este género de verdades choca, y cuanto mayor sea su sentimiento de escándalo, peor será su culpa el día que haya bastantes decididos a ser mejores”.
Nuestro mal sigue siendo el aburguesamiento, en la vida, en el arte, en todo. Hay una modorra mental, vacía, sin la gravidez alada del ensueño creador. Vivimos una era de escritores “municipalmente premiados”, como dice Barbieri, la era (más que nunca) del “acomodo” y el mínimo riesgo. Cierta vez me dijo un joven poeta: “Estoy escribiendo una novela para presentarla al Concurso Municipal”. ¡Oh burocrática inspiración! Esa era toda su necesidad creadora, su fiebre impaciente de belleza, su desinteresada meta: un Premio Municipal. No creo, ¿quién cree?, que los premios consagren a los poetas.
No. A los poetas los consagra su poesía, y por natural gravitación perduran o duran lo que el equívoco relumbrón de su popularidad. Pero podría haber premios que en realidad comportaran una ayuda, un merecido aliento. Para que los haya es necesario independizarse del Estado. Los premios oficiales no es cosa nueva suelen ser arbitrarios, injustos, mezquinos, y contribuyen muchas veces a desorientar aún más la formación cultural del público que ingenuamente cree en esas “consagraciones”.
¿Qué hacen, a todo esto, quienes tienen en sus manos una vasta posibilidad: el dinero?
¿Por qué los ricos, los innumerables y turfísticos aristócratas de nuestro país, sólo se acuerdan de los artistas cuando “es bien” ofrecerles un homenaje porque ya vienen consagrados por un sonoro rótulo extranjero? ¿No hay ninguno que se atreva a asociarse a escritores de ley e instituir una recompensa de verdadera dignidad, en la que podamos confiar autores y lectores? Porque, ¿qué puede guiar nuestros conceptos sobre el movimiento o el estatismo literario que nos ocupa? Los premios que son sólo
oficiales está visto que no. Las crónicas periodísticas, menos aún. ¿Qué nos puede guiar, entonces, como autores y como lectores? Creo que a los escritores corresponde iniciar un directo acercamiento humano, que eduque y conduzca a esa “inmensa minoría” que está siempre dispuesta a elevarse y complacerse en las obras de la inteligencia pero que tiene muchos motivos para desorientarse.
Porque hay una gran disensión: la gente no se acerca a nuestros libros, es cierto. Pero ¿hasta qué punto buscan los escritores acercarse a la gente? A la literatura argentina le falta valor humano y nacional, le falta no parecerse, sino ser su pueblo y su paisaje. Recordemos los libros mencionados en esta revista como los más queridos y admirados: Martín Fierro, Don Segundo Sombra, Los caranchos de la Florida…
Hay demasiados escritores que se obstinan en lucir un temible vestuario fuera de uso: peplos mitológicos, castizos jubones, disfraces superrealistas, adoctoradas levitas, quimonos y turbantes de inexplicable importación. ¿Como miraríamos a esos señores si anduvieran con tan absurda vestimenta por nuestras pampas o nuestros callejones, tañendo sus guzlas y sus laúdes entre tangos y balidos y bocinas?
Los miraríamos del mismo modo, temeroso e indiferente, con que advertimos sus libros. Pero, lucrando sobre esta natural tirantez entre la gente y la literatura, surgen los demagogos de las letras, los figurones que fomentan el mal gusto y el sentimentalismo primario de sus devotos. Repito que los escritores debemos formar una vanguardia que se acerque al público para despertarlo, conducirlo, educarlo, no para alimentar sus torpes apetitos. No hay tal “carencia de escritores jóvenes”, señora Silvina Bullrich. Esa es una equivocadísima negación… Hay muchos, y muy promisorios. Negarnos significa negarle futuro a nuestra literatura.
 Significa tronchar en retoño las más inminentes floraciones. Que abran sus puertas las editoriales y las publicaciones de rutinario y enmohecido elenco, y que dejen entrar a los muchachos recientes, para que se asomen a las ventanas, y renueven la tinta de los tinteros, y pongan una que otra flor sobre los escritorios demasiado comerciales.
Que nuestros diarios respeten un poco más a Su Majestad la Escasez de Papel y supriman algunas páginas deportivas, y que la tengan un poco menos en cuenta cuando se trate de ampliar las secciones literarias. Entonces se verá que no hay “carencia de escritores jóvenes”, que hay “desconocimiento de escritores jóvenes”. Podría nombrar aquí a muchos impotentes de darse a conocer como lo merecen, pero que con el tiempo vendrán a llenar este silencioso vacío de nuestra vida literaria. Es difícil ofrecer soluciones para una encuesta tan compleja. Hay muchas y no hay ninguna. El futuro literario de nuestro país está en nuestras manos, las de unos cuantos veinteañeros que andamos de aquí para allá tratando de usar nuestra entusiasmada voluntad en todas las responsabilidades que nos requieren.
¡Ojalá podamos cumplir con las ideas, los gritos, las cosas que nos inspiran esperanza y amor! ¡Ojalá que esta digna encuesta de El Hogar sea el principio de un fecundo despertar, fortalecedor de tantas cosas que nos pertenecen, pero que nos obstinamos en negar y desconocer!
Soy su atenta amiga que lo recuerda y quiere, y que encuentra aquí otra oportunidad de saludarlo con toda amistad y simpatía.

Artículo escrito para la revista “El Hogar”, 20 de noviembre de 1947

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