El viejo cacique, a quien preocupaba mi presencia en los toldos, agravada por la denuncia traída por los proveedores de aguardiente chileno de que mi misión allí estaba lejos de ser de paz, quiso aprovechar la solemnidad del sitio y del momento para hacer públicos sus temores. Cerróse el círculo guerrero, pidió atención ya habló en los siguientes términos:
“Dios nos ha hecho nacer en los campos, y éstos son nuestros; los blancos nacieron del otro lado del Agua Grande y vinieron después a éstos, que no eran de ellos, a robarnos los animales y a buscar la plata de las montañas. Esto dijeron nuestros padres y nos recomendaron que nunca olvidáramos que los ladrones son los cristianos y no nuestros hijos. En vez de pediros permiso para vivir en los campos nos echan y nos defendemos. Si es cierto que nos dan raciones, éstas son en pago muy reducido de lo mucho que nos van quitando; ahora ni eso quieren darnos y como se concluyen los animales silvestres, esperan que perezcamos de hambre. El hombre de los campos es demasiado paciente, y el cristiano demasiado orgulloso. Nosotros somos dueños y ellos son intrusos. Es cierto que prometimos no robar y ser amigos, pero con la condición de que fuéramos hermanos. Todos saben que se pasó un año, pasaron dos años, pasaron tres años y hace cerca de veinte que no invadimos, guardando compromisos contraídos. El cristiano ha visto las cartas de los ranqueles, y de los mamuelches, convidándonos al malón y sabe también que no hemos aceptado. Pero ya es tiempo de que cesen de burlarse de nosotros, todas sus promesas son mentiras. Los huesos de nuestros amigos, de nuestros capitanes, asesinados por los huincas blanquean en el camino a Choele Choel y piden venganza y no los enterramos porque debemos siempre tenerlos presentes para no olvidar la falsía de los soldados.”
Está aún por escribirse la verdadera historia desprovista de pasión y cálculo, que establezca lo que haya de cierto respecto a las luchas contra el titulado salvaje, luchas que tuvieron episodios heroicos dignos de recordación por el pueblo, pero durante esa lucha se realizaron matanzas inútiles de seres que, creyéndose dueños de la tierra, la defendían de la civilización invasora.
Es verdad que muchas de las poblaciones y estancias fronterizas fueron asoladas por el salvaje, pero en cambio, ¡cuántos de éstos fueron los ancianos, las mujeres y los niños que cayeron en las sorpresas de las tolderías realizadas por las tropas. En los deguellos, fusilamientos y atroces estaqueadas, víctimas de la soldadesca que obedecía e interpretaba, bien o mal, la orden o el gesto de un superior.
He hecho justicia al veterano del fortín, al joven oficial que se sacrificaba en el duro puesto del peligro diario, a algún jefe ecuánime, de vistas nacionales, pero el presente es el libro de la verdad y diré que mucho me felicito que sean pocos los que con buena pluma han referido lo que fue nuestra guerra fronteriza, durante medio siglo. Esta pobreza de cronistas deja en el olvido hechos meritorios, pero, felizmente, pasa por alto no pocos contrarios a la civilización cristiana.
A estos últimos no se les puede disculpar con la barbarie del nómade acosado por la ignorancia y las tentaciones extrañas, ni por razones de represalia, pues cayeron víctimas del rifle y del sable cien veces más guerreros indios de aquellos y “chusma” que soldados y pobladores por la lanza y boleadoras. Y, sobre todo, a la mano se tenían los medios de someter pacíficamente a los que se resistían al despojo por medio de la sangre. Nadie ignora que con mucha frecuencia era el mismo traficante quien alentaba en el indio su inclinación al robo para aprovechar su producto, sin importarle el incendio y la matanza que lo acompañaba.
Pensando en el pasado y en el futuro, en las razas extintas de esos lugares, después cementerios, y en las que le sucederán, reflexionaba yo que la fuerza del arado que abre la tierra sedienta era la única arma necesaria para conquistar el val
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