Poema
A cada una de esas mujeres que solo descansarán
el día que entierren a sus maridos,
y que, por desgracia, son todavía muchas,
demasiadas.
Se te pierde de pronto
la pupila
en el llanto del hijo
que aún hoy
no entiende las maletas
llenas de él, posadas en la puerta,
cargadas del veneno
que nunca le escupiste,
todas sus cosas
de nuevo
en tu armario
porque el niño lloraba
y tú,
madre,
esposa,
preferiste tu llanto
al de tu hijo
y te tragaste treinta años de cristales.
Zumo de reloj
Rota, los pies helados,
me fumo el miedo
en puño blanco fuerza.
Una hebra se escapa
de mi trama;
enredada en el clavo
torcido de la caja
me arrastra al horizonte.
Deshilachada
renuncio al paso largo,
ralentizo el segundo
y me muevo despacio.
El zumo de reloj
me reconforta.
Cesárea programada XV
Se deshilacha el verde y la copa
se ahueca, como una novia
que se quita los tules. En ocre
se desnuda, la mano aferra el suelo
grávido y orgulloso; entre los dedos
la hoja que será es todavía polvo.
El ojo gira sobre un eje torcido
paralelo al futuro, clavado en el pasado
y sólo ve la muerte simulada.
Amanece en Estambul IX
Sólo me escuchará
el hombre solo,
el que se sabe solo,
el que se quiere solo
ese hombre
de huesos transparentes
que lleva el mundo
tatuado
en las muñecas,
sólo él,
caminante de rutas secundarias
y pupilas gastadas por el miedo,
ese hombre
que se bebe las horas
como el amargo cáliz
del destino
y eleva la mirada
porque se sabe solo
mientras hunde los pies
en uno de mis charcos.
Poema
Entraba un rayo
de sol
por la ventana
directo a la cabeza del soldado
y yo le hacía sombra con un dedo
para no ver
la señal del vacío.
El plástico rosado
casi transparentaba
y el sol revelaba lo falso de sus tripas:
el trazo del pincel, la huella de la mano,
la cicatriz del molde, olas
paralizadas.
Era un mudo soldado,
una garita muda,
el hueco rodeado
de un engaño,
una hucha vacía que sólo estuvo llena
de caramelos,
de sol y pestañas pegadas.
Cesárea programada XVI
No me asusta la arruga
lateral, crecedera, que enmarca
la sonrisa y la deja pintada;
me asusta la necrosis escondida
detrás de la experiencia, la muerte
del tacto que se piensa a si mismo
y se dice "ya sé"
y no brinca ni tiembla.
Temo a la mano artrítica
que un día se aferra
a una barandilla complaciente
y grita "'¡Ya no! ¡Si el vértigo
no existe, no merece la pena
asomarse al vacío!”
Me aterra la palabra pronunciada
con la severidad de un epitafio,
navegar por canales,
las flores
en maceta, los análisis
clínicos y los hipermercados.
Pero no, la arruga
no me asusta, más de lo que me asustan
la lluvia o el invierno.
Cuaderna Vía Urbana
Los adoquines mustios, pies planos sin cabeza,
amarga en los labios la última cerveza,
andamios grises, grúas y un cielo de pereza,
¿cómo lucha el poeta contra tanta belleza?
En el puerto
El tacto frío del noray le entumece las yemas de los dedos. Sentada sobre el hierro le da la espalda al sol que apenas asoma por el horizonte. Las casas de lo alto de la colina empiezan a brillar, doradas. La cúpula azul de la iglesia reluce de pronto. Filo mira el mar frente a ella, aún en penumbra; agua quieta por encerrada, agua turbia, por encerrada. El aceite tornasolado sobrenada la superficie casi negra. Huele a salitre.
Entre los dientes sujeta una hebra de hilo blanco. La distancia.
Las gaviotas ríen, cada vez más cerca. A su espalda, el mar golpea la barra del puerto. La espuma vuela sobre el muro de hormigón y el océano pulverizado brilla a la luz del sol. El pelo de Filo se cubre de minúsculas gotas.
Poco a poco aumenta el sonido de los motores y empieza a olerse el gasoil. Los barcos vuelven con el sol, como cada día. Amarran y descargan, y el muelle se llena de brillos plateados y risas de gaviota, de hombres cansados y redes empapadas. El olor del pescado fresco se mezcla con la podredumbre y el salitre. Voces, carcajadas, hambre.
Entre los dientes de Salva, una hebra de hilo blanco. La distancia.
Filo carga tres cajas, una sobre otra. Las coloca sobre su carrito y se seca las manos en el delantal:
- ¡Salva! llama Voy para la casa. ¿Vienes?
- Ahora voy, Filo, tengo que pasar por la cofradía.
Filo empuja el carrito de dos ruedas. El pescado refleja la luz del sol. Va a ser un día caluroso. Filo se seca el sudor de la frente con el dorso de la mano y la detiene justo ante sus ojos. El anillo refleja la luz del sol.
Al caer la tarde vuelven juntos al puerto, el pelo mojado, la piel limpia y olor a colonia. El agua y el jabón se han llevado los otros olores: el pescado, el sudor, el sexo. La recia mano de Salva aprieta la de Filo. Palma áspera contra palma áspera. El barco le aguarda, escamas secas pegadas a la cubierta, salitre y espinas.
Una libélula se para sobre las redes, amarillo sobre verde, sobre azul, sobre hormigón gris caliente. El gato se despereza a la sombra, estira las patas y les mira. Espera. Les mira. De sus manos caerán peces resecos que han pasado el día perdidos en el oscuro vientre del barco. El mar es azul y naranja. Cuando el sol se esconde, cambia el sentido de la brisa y el barco se inunda de olor a palmera y jazmín, hinojo y romero. El pelo de Filo baila, los ojos de Salva sonríen, sus dedos se buscan.
. . .
Medianoche, olor a gasoil. Filo y Salva se miran. Entre los dientes sujetan una hebra de hilo blanco que se parte cuando se separan. La distancia.
Poema
Hay un mendrugo de pan
sobre la mesa
pellizcado por dos manos distintas,
una alfombra
que guarda las pisadas
de un baile continuo y agarrado.
Hay ventanas que no tienen cortinas,
la sombra de una rama
sobre cuerpos dormidos,
un si no estás
que escuece en la lengua pastosa
y una cuchara que chupamos por turnos.
Hay un aire que corre
de tu pulmón al mío,
dos caricias en el lomo de un libro
y una biblioteca
plagada de ratones.
Y hay un rojo Venecia
pintándonos la cara,
y un azul ultramar
sosteniendo horizontes
y una carcajada pendiente del espejo
dónde no quiero
que se borre tu imagen.
No hay comentarios:
Publicar un comentario