jueves, 20 de junio de 2013

LA VOZ DEL VAGÓN Por Jorge Dágata

para los chicos de los Amigos del Riel, de los dos lados de la vía, que son uno.


      Eran tres amigos que siempre regresaban juntos de la escuela y se demoraban un rato en el andén de la estación abandonada. Jugaban sobre el piso desparejo, terminaban algunas de las golosinas que les habían quedado esa tarde y se iban a curiosear en un vagón que estaba cerca, en una vía muerta.
      Cecilia, la de los ojos vivaces y el pelo sujeto por una vincha dorada; José, el más alto de los tres, el que tomaba la iniciativas, y su hermanito Luis, que ese año había comenzado la escuela y nunca quería volver temprano a su casa.
 Sabían que en el vagón vivía un matrimonio, pero apenas los habían visto alguna vez, porque los dos salían de mañana y no retornaban hasta que caía el sol.
      Una tarde de invierno, mientras rondaban por ahí, José insistía para que Luis lo siguiera: oscurecía, era hora de estar en casa. Cecilia se reía de la eterna pelea y acomodándose la vincha, parada en un travesaño, les gritaba:
      -¡Yo puedo volver a la hora que quiera! ¡Porque no tengo miedo!
      De pronto, chirrió la puerta de chapa del vagón, se movió lentamente y asomó por la abertura un hombre, con un papel muy pequeño en su mano.
      Cecilia corrió a esconderse detrás de José, Luis quedó paralizado junto a la puerta, cambió de inmediato su deseo de siempre y sugirió muy bajito a su hermano:
      -¡Vamos!  ¿Es tarde, no?
      El hombre los recorrió con la mirada, dijo unas palabras de saludo que se perdieron en el aire frío y extendió a Luis el papelito. Pudieron entender lo que pedía: que se lo leyera.
      El más chico se encogió de hombros. Su hermano se acercó, miró con atención y deletreó una palabra y un número. El hombre le dio las gracias, cerró la puerta de chapa y se alejó por las vías rumbo a la ciudad.
      José se dobló en dos de la risa. Luis, pasado el peligro, cambió de nuevo su decisión y pidió quedarse a jugar un rato más, ya que no estaba tan oscuro después de todo.
 Cecilia preguntó:
      -¿Y no decía nada más el papel?
      José le contestó, entrecortado por la risa que no podía parar:
      -No… Ja, ja… Una palabra y un número, una dirección, bah.
     Los tres se rieron más cuando agregó:
      -¡Y cómo lo iba a leer, si lo estaba mirando al revés!
      Ya había anochecido casi por completo y desde el bulto de sombra del vagón oyeron una voz muy clara:
      -No se rían de lo que otros no saben, porque también ignoran la mayoría de las cosas, y se estarían riendo de ustedes mismos.
       Esa vez corrieron a sus casas, sin más discusiones ni burlas.
      Desde entonces siguieron jugando en el andén, pero rara vez llegaban hasta el vagón abandonado. Cecilia había pensado que la voz sería de la mujer, que el día del papelito debía estar adentro, y Luis, con gesto un poco triste, había agregado:
      -Bueno… yo tampoco pude leerlo, porque todavía no sé.
      Unos días después, estaban sentados alrededor de un pañuelo que Cecilia desplegó en el piso para que reunieran las últimas golosinas y pudieran compartirlas. Los ojitos de ella cada tanto se desviaban hacia el vagón y mandaban unos destellos de dudas, pero alrededor sólo se escuchaba el sonido lejano de los autos y el aleteo tranquilo de las palomas recogidas en sus nidos del alero.
      La puerta de chapa volvió a chirriar. Esta vez salió la mujer y los saludó, con una voz muy distinta de la que ellos le habían adjudicado el día del papelito. Se detuvo un momento al pasar junto al grupo y les pareció que miraba con insistencia al pañuelo, en el que ya quedaba muy poco. Apretó bajo el brazo una bolsita vacía y siguió camino a la ciudad, meneando la cabeza mientras murmuraba algo que no alcanzaron a escuchar.
      -¡Qué flaca es! observó Cecilia-. Mi mamá tendría que pedirle la dieta que hace, porque las de las revistas no le dan mucho resultado. Los tres volvieron a reír con ganas, mientras daban a las palomas las últimas migas.
      La misma voz de antes se oyó, clara, desde el vagón solitario:
      -No se burlen de la pobreza de otros, porque mañana puede ser la de ustedes. Tengan en cuenta cómo vinieron al mundo y sepan que así tendrán que irse.
       El pañuelo quedó abandonado y nunca, que recordaran, tardaron tan poco en llegar a sus casas.
      Esa vez, ninguno de los tres pudo resolver el misterio del origen de la voz.
     Unos meses más tarde, sin que tampoco pudieran explicárselo, el vagón se incendió y el matrimonio desapareció. Los tres amigos jugaron entre las maderas oscurecidas por el fuego, se escurrieron por los huecos que se habían formado en las paredes y se colgaron de los restos del techo hasta hacerlos caer.
      Con algunos empujones y patadas, lo que quedaba en pie terminó por derrumbarse y desde entonces ya no vieron más que un esqueleto triste y a través de él la soledad infinita del campo.
       Bromeaban y se reían de aquel fantasma ridículo que dos veces los había asustado, pero ya no podría hacerlo nunca más. José le arrojó una piedra. Las maderas temblaron y por tercera vez, desde el interior vacío, una voz se dejó oír:
       -No se rían de las desgracias ajenas, no ayuden a destruir lo que pueda servir a otro; todos vivimos en un mismo hogar, que es el mundo, y el daño que le hacemos volverá para lastimarnos.
       Una paloma se revolvió en el alero y los tres se marcharon esa tarde con las mochilas al hombro, ya sin miedo, como si de golpe hubieran crecido años.
       Cecilia, José y Luis terminaron la escuela y no volvieron al andén.
      Un día, después de mucho tiempo, los hermanos se pusieron de acuerdo para recorrer la ciudad. Buscaban dos terrenos donde construir sus casas y deseaban que estuvieran cerca uno del otro, para poder visitarse y ayudarse cuando se necesitaran.
       Sin proponérselo llegaron a la vieja estación de trenes, donde todo había cambiado.  El andén estaba rejuvenecido y un vagón como aquel que habían conocido en sus vueltas de la escuela, pero entero y recién pintado, lleno de luz y vida, se hallaba estacionado cerca de la calle.
       Mucha gente lo rodeaba y desde la escalinata una banda de dos chicos y una chica hacía sonar sus instrumentos con una música ruidosa aunque agradable.
       Como si no estuvieran viviendo en la realidad sino en un cuento, entre todas las cabezas descubrieron una que reconocieron: tenía el cabello sujeto con una vincha dorada.
       El reencuentro con Cecilia fue alegre y muy emocionante. Se contaron cómo habían sido sus vidas desde los días en que demoraban el regreso de la escuela y no podían menos que recordar esa voz tan extraña que los había asustado. Se rieron de sus miedos de entonces, sin saber que otra sorpresa mayor los estaba esperando.        

      Los músicos hicieron una pausa y luego cantaron:
  

No te rías jamás de la ignorancia:
el mundo es un misterio
y así vivas el doble de tus años
apenas rozarás en sus secretos.

No te burles jamás de la pobreza:
es dolor que debiera conmoverte,
como el llanto en que naces,
como la desnudez en que algún día mueres.

Nunca arrojes tu piedra contra un nido,
ni desprecies el pan con que te nutres.
Si alzas la mano con vigor, que sea
la mano que construye.


            Los tres amigos comprendieron que no sólo habían regresado para reunirse en un lugar conocido, sino que también estaban reviviendo los años de la niñez. Luis dijo, como al descuido, que quería volver temprano a su casa. Los otros dos pensaron cuánto había cambiado, cuántas cosas eran tan distintas ahora, pero también cuántas seguían igual. Se sonrieron, porque lo entendían sin necesidad de decirlo.
            La voz del vagón cantaba:

               No lo olvides: la vida es un misterio

                 y todo lo que hagas te será devuelto.

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