para los chicos de los Amigos del Riel, de los dos lados de
la vía, que son uno.
Eran tres
amigos que siempre regresaban juntos de la escuela y se demoraban un rato en el
andén de la estación abandonada. Jugaban sobre el piso desparejo, terminaban
algunas de las golosinas que les habían quedado esa tarde y se iban a curiosear
en un vagón que estaba cerca, en una vía muerta.
Cecilia, la de
los ojos vivaces y el pelo sujeto por una vincha dorada; José, el más alto de
los tres, el que tomaba la iniciativas, y su hermanito Luis, que ese año había
comenzado la escuela y nunca quería volver temprano a su casa.
Sabían que en el
vagón vivía un matrimonio, pero apenas los habían visto alguna vez, porque los
dos salían de mañana y no retornaban hasta que caía el sol.
Una tarde de
invierno, mientras rondaban por ahí, José insistía para que Luis lo siguiera:
oscurecía, era hora de estar en casa. Cecilia se reía de la eterna pelea y
acomodándose la vincha, parada en un travesaño, les gritaba:
-¡Yo puedo
volver a la hora que quiera! ¡Porque no tengo miedo!
De pronto, chirrió
la puerta de chapa del vagón, se movió lentamente y asomó por la abertura un
hombre, con un papel muy pequeño en su mano.
Cecilia corrió
a esconderse detrás de José, Luis quedó paralizado junto a la puerta, cambió de
inmediato su deseo de siempre y sugirió muy bajito a su hermano:
-¡Vamos! ¿Es tarde, no?
El hombre los
recorrió con la mirada, dijo unas palabras de saludo que se perdieron en el
aire frío y extendió a Luis el papelito. Pudieron entender lo que pedía: que se
lo leyera.
El más chico se encogió de hombros. Su
hermano se acercó, miró con atención y deletreó una palabra y un número. El
hombre le dio las gracias, cerró la puerta de chapa y se alejó por las vías
rumbo a la ciudad.
José se dobló
en dos de la risa. Luis, pasado el peligro, cambió de nuevo su decisión y pidió
quedarse a jugar un rato más, ya que no estaba tan oscuro después de todo.
Cecilia preguntó:
-¿Y no decía
nada más el papel?
José le
contestó, entrecortado por la risa que no podía parar:
-No… Ja, ja…
Una palabra y un número, una dirección, bah.
Los tres se
rieron más cuando agregó:
-¡Y cómo lo iba
a leer, si lo estaba mirando al revés!
Ya había
anochecido casi por completo y desde el bulto de sombra del vagón oyeron una
voz muy clara:
-No se rían de
lo que otros no saben, porque también ignoran la mayoría de las cosas, y se
estarían riendo de ustedes mismos.
Esa vez
corrieron a sus casas, sin más discusiones ni burlas.
Desde entonces
siguieron jugando en el andén, pero rara vez llegaban hasta el vagón
abandonado. Cecilia había pensado que la voz sería de la mujer, que el día del
papelito debía estar adentro, y Luis, con gesto un poco triste, había agregado:
-Bueno… yo
tampoco pude leerlo, porque todavía no sé.
Unos días
después, estaban sentados alrededor de un pañuelo que Cecilia desplegó en el
piso para que reunieran las últimas golosinas y pudieran compartirlas. Los
ojitos de ella cada tanto se desviaban hacia el vagón y mandaban unos destellos
de dudas, pero alrededor sólo se escuchaba el sonido lejano de los autos y el
aleteo tranquilo de las palomas recogidas en sus nidos del alero.
La puerta de
chapa volvió a chirriar. Esta vez salió la mujer y los saludó, con una voz muy
distinta de la que ellos le habían adjudicado el día del papelito. Se detuvo un
momento al pasar junto al grupo y les pareció que miraba con insistencia al
pañuelo, en el que ya quedaba muy poco. Apretó bajo el brazo una bolsita vacía
y siguió camino a la ciudad, meneando la cabeza mientras murmuraba algo que no
alcanzaron a escuchar.
-¡Qué flaca es!
observó Cecilia-. Mi mamá tendría que pedirle la dieta que hace, porque las de
las revistas no le dan mucho resultado. Los tres volvieron a reír con ganas,
mientras daban a las palomas las últimas migas.
La misma voz de
antes se oyó, clara, desde el vagón solitario:
-No se burlen
de la pobreza de otros, porque mañana puede ser la de ustedes. Tengan en cuenta
cómo vinieron al mundo y sepan que así tendrán que irse.
El pañuelo
quedó abandonado y nunca, que recordaran, tardaron tan poco en llegar a sus
casas.
Esa vez,
ninguno de los tres pudo resolver el misterio del origen de la voz.
Unos meses más
tarde, sin que tampoco pudieran explicárselo, el vagón se incendió y el
matrimonio desapareció. Los tres amigos jugaron entre las maderas oscurecidas
por el fuego, se escurrieron por los huecos que se habían formado en las
paredes y se colgaron de los restos del techo hasta hacerlos caer.
Con algunos
empujones y patadas, lo que quedaba en pie terminó por derrumbarse y desde
entonces ya no vieron más que un esqueleto triste y a través de él la soledad
infinita del campo.
Bromeaban y se
reían de aquel fantasma ridículo que dos veces los había asustado, pero ya no
podría hacerlo nunca más. José le arrojó una piedra. Las maderas temblaron y
por tercera vez, desde el interior vacío, una voz se dejó oír:
-No se rían de
las desgracias ajenas, no ayuden a destruir lo que pueda servir a otro; todos
vivimos en un mismo hogar, que es el mundo, y el daño que le hacemos volverá
para lastimarnos.
Una paloma se
revolvió en el alero y los tres se marcharon esa tarde con las mochilas al
hombro, ya sin miedo, como si de golpe hubieran crecido años.
Cecilia, José
y Luis terminaron la escuela y no volvieron al andén.
Un día, después
de mucho tiempo, los hermanos se pusieron de acuerdo para recorrer la ciudad.
Buscaban dos terrenos donde construir sus casas y deseaban que estuvieran cerca
uno del otro, para poder visitarse y ayudarse cuando se necesitaran.
Sin
proponérselo llegaron a la vieja estación de trenes, donde todo había
cambiado. El andén estaba rejuvenecido
y un vagón como aquel que habían conocido en sus vueltas de la escuela, pero
entero y recién pintado, lleno de luz y vida, se hallaba estacionado cerca de
la calle.
Mucha gente lo
rodeaba y desde la escalinata una banda de dos chicos y una chica hacía sonar
sus instrumentos con una música ruidosa aunque agradable.
Como si no
estuvieran viviendo en la realidad sino en un cuento, entre todas las cabezas
descubrieron una que reconocieron: tenía el cabello sujeto con una vincha
dorada.
El reencuentro con Cecilia fue alegre y muy
emocionante. Se contaron cómo habían sido sus vidas desde los días en que
demoraban el regreso de la escuela y no podían menos que recordar esa voz tan
extraña que los había asustado. Se rieron de sus miedos de entonces, sin saber
que otra sorpresa mayor los estaba esperando.
Los músicos
hicieron una pausa y luego cantaron:
No te rías jamás de la ignorancia:
el mundo es un misterio
y así vivas el doble de tus años
apenas rozarás en sus secretos.
No te burles jamás de la pobreza:
es dolor que debiera conmoverte,
como el llanto en que naces,
como la desnudez en que algún día mueres.
Nunca arrojes tu piedra contra un nido,
ni desprecies el pan con que te nutres.
Si alzas la mano con vigor, que sea
la mano que construye.
Los tres
amigos comprendieron que no sólo habían regresado para reunirse en un lugar
conocido, sino que también estaban reviviendo los años de la niñez. Luis dijo,
como al descuido, que quería volver temprano a su casa. Los otros dos pensaron
cuánto había cambiado, cuántas cosas eran tan distintas ahora, pero también
cuántas seguían igual. Se sonrieron, porque lo entendían sin necesidad de
decirlo.
La voz
del vagón cantaba:
No lo
olvides: la vida es un misterio
y todo lo que hagas te será
devuelto.
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