jueves, 20 de junio de 2013

El árbol perfecto Por Ezequiel Feito

Cierto día de otoño, Joaquín se paseaba pateando suavemente las hojas de un bosque que no estaba lejos de su casa, disfrutando de los remolinos que formaban con el viento, cómplice de aquella travesura y del indolente sol que parecía iluminar tardíamente todo el paisaje, hasta que cerca del camino encontró un inmenso árbol que aún no había dejado caer ni una sola de sus hojas.
Joaquín se detuvo frente a su tronco. Mientras que los demás árboles prodigaban alegremente sus hojas, éste seguía inconmovible.
-Oye  le dijo Joaquín al árbol- ¿No sabes que es otoño?
-Por supuesto crío, ¿por quién me tomas?
-¿Y por qué no dejas que tus hojas caigan libremente al suelo?
El orgulloso árbol no le contestó; entonces Joaquín le volvió a decir:
-¿Tampoco sabes que si no lo haces los pájaros no volverán a fabricar sus nidos en tus ramas?
El árbol sonrió ante la ocurrencia de aquel niño y moviendo sus ramas pareció decirle que no creía nada de eso. ¿Quién puede creer en las palabras que dice un niño?  pensó . Entonces, como haciéndole un favor le contestó:
- ¿Quién te dijo eso? Te han mentido. Nada impresiona tanto ni es más importante y confiable, que un árbol que aún tiene sus hojas cuando todos las pierden.
El niño miró al imponente árbol. Aunque no pudo responderle, tampoco estaba convencido de lo que había dicho. Joaquín sintió un fuerte impulso pero levantando sus ojos, lo miró por última vez y se fue, volviendo a patear las melodiosas hojas que seguían cayendo de los demás árboles.
Pasó el otoño y el invierno; el bosque comenzó a llenarse de hojas mientras los pájaros, atraídos por la melodía que el viento hacía sonar en ellos, fabricaban sus nidos y cantaban como sólo los pájaros pueden hacerlo.
Por la mañana, Joaquín paseaba por aquel bosque y se detenía en cada uno de ellos para escuchar la música y ver el hermoso verde de las hojas que el sol resaltaba como si fueran los vivientes ladrillos de una gigantesca catedral.
Cuando llegó al orgulloso árbol, notó que el viento no mecía sus ramas y que éstas, vacías de pájaros, ostentaban un raro verde que el mismo sol parecía deslucir.
-¡Otra vez tú!  dijo ásperamente el árbol- ¿Has notado que aún mis hojas siguen conmigo? No he perdido una sola ni he dejado que crezcan más.
Joaquín no contestó. Ahora era más grande y sabía callarse; se limitó a mirarlo y a seguir su camino.
Pasaron muchos otoños y primaveras; Joaquín seguía pasando por el mismo bosque mientras que como en un complejo pentagrama, el viento creaba melodías nuevas en las ramas vacías de los árboles. Las hojas muertas daban paso a otras más verdes y hermosas y los pájaros, como era su costumbre, volvían a los árboles para aprender el nuevo canto que había dejado el viento mientras que aquel solitario árbol seguía conservando sus hojas.
Joaquín ahora era un hombre. Se había casado  y sus niños correteaban por toda la casa y el parque, mientras su esposa lo acompañaba en el camino cada vez que iba o volvía de su trabajo.
Un día de otoño, mientras Joaquín regresaba a su casa, se le ocurrió pasar por el bosque. No había perdido la costumbre de caminar entre las hojas para oír su dulce crujido, posiblemente recordando cuando era chico; fue entonces cuando se le cruzó la idea de visitar al viejo árbol.
Estaba allí, tal como Joaquín lo recordaba. Se detuvo, miró brevemente su repetido follaje y dio vuelta para irse, pensando que seguramente su mujer estaría preocupada por la demora; fue entonces que el árbol, con cansada voz, le habló como en los viejos tiempos:
-Joaquín…
El hombre se dio vuelta.
-Estoy cansado, Joaquín. Mira mi follaje: es verde, pero está muerto. El viento hace muchos años que no pasa por él, aún el sol le ha retirado para siempre su saludo y una savia de plomo verde me alimenta día tras día…
Joaquín bajó la cabeza y le dijo:
-¿Y qué podré hacer yo por ti?
-Amigo mío, el sol aún está alto. Ve rápido a tu casa y haz conmigo aquello que pensabas hacer cuando eras niño...
Joaquín sigue paseando por el bosque cercano a su casa, a veces con su mujer, mientras el viento toca suavemente su flauta de polvo por entre las ramas de todos los árboles y sus niños juegan alegremente sobre un enorme tronco.

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