jueves, 20 de junio de 2013

Del libro “MORAL Y POLÍTICA” Por Albert Camus

CAPÍTULO III

Se habla mucho de orden en estos momentos. Es que el orden es algo bueno que nos ha hecho mucha falta. A decir verdad, los hombres de nuestra generación no lo han conocido y siente por él una especie de nostalgia que les hubiera hecho cometer muchas imprudencias si no hubieran tenido, al mismo tiempo, la certeza de que el orden debe confundirse con la verdad.
Esto los vuelve algo desconfiados y difíciles de contentar acerca de las pruebas de orden que se les propone.
Pues de orden es también una noción oscura. Hay distintas clases de órdenes. Está el que sigue reinando en Varsovia, está el que esconde el desorden y el que se opone a la justicia, caro éste a Goethe. Está también ese orden superior de los corazones y de la conciencia que se llama amor, y ese orden sangriento en que el hombre se niega a sí mismo, y que se alimenta del odio. Quisiéramos, entre todo esto, distinguir el orden justo. Evidentemente hoy se habla del orden social. Pero ¿el orden social es sólo la tranquilidad en las calles? No es seguro, pues todos hemos tenido la impresión, durante estas desgarrantes jornadas de agosto, que el orden comenzaba precisamente con los primeros disparos de la insurrección. Bajo una apariencia desordenada, las revoluciones llevan consigo un principio de orden. Este principio reinará si la revolución es total. Pero, cuando las revoluciones abortan o se detienen a mitad de camino, un gran desorden monótono se instaura por muchos años.
¿Es orden, al menos, la unidad de gobierno? Ciertamente no se puede prescindir de ella, pero el Reich alemán había obtenido esa unidad y no podemos decir, sin embargo, que la haya dado a Alemania su orden verdadero.
Quizás la siempre consideración de la conducta individual nos ayude. ¿Cuándo decimos que un hombre ha puesto orden en su vida? Es necesario para ello que se haya puesto de acuerdo con su vida y que haya conformado su conducta a lo que cree verdadero. El rebelde que, en el desorden de la pasión, muere por una idea que ha hecho suya, es en realidad un hombre de orden porque ha ordenado toda su conducta según un principio que le parece evidente. Pero nadie podrá jamás hacernos considerar como hombre de orden a ese privilegio que hacer sus tres comidas diarias durante toda su vida, que tiene su fortuna invertida en valores seguros, pero que se mete en su casa cuando hay disturbios en la calle. Es tan sólo un hombre de miedo y de ahorro. Y si el orden francés debiera ser el de la prudencia y la sequedad de corazón, estaremos tentados de ver en él el pero desorden, porque, por indiferencia, permitiría todas las injusticias.
De todo esto podemos inferir que no hay orden sin equilibrio y sin armonía. En cuanto al orden social, será un equilibrio entre gobernantes y gobernados. Y esa armonía debe lograrse en nombre de un principio superior. Ese principio es, para nosotros, la justicia. No hay orden sin justicia, y el orden social de los pueblos reside en su felicidad.
El resultado es que no se puede invocar la necesidad de orden para imponer la propia voluntad, pues de ese modo se toma el problema al revés. No se debe exigir orden para gobernar bien, sino que hay que gobernar para lograr el único orden que tiene sentido. No es el orden el que refuerza la justicia, sino la justicia la que da su certeza al orden.
Nadie tanto como nosotros puede anhelar este orden superior en el que, en una nación en paz consigo misma y con su destino, en el que el obrero podrá trabajar sin amargura ni envidia, en el que el artista podrá crear sin atormentarse por la desdicha del hombre; en el que, en fin, cada ser humano podrá meditar, en el silencio de su intimidad, sobre su condición. No sentimos ningún placer perverso por este mundo de violencia y de disturbios, en que lo mejor de nosotros se agota en una lucha desesperada. Pero, como ella está iniciada, creemos que hay que llevarla a término. Sabemos también que hay un orden que no queremos, pues consagraría nuestra renuncia y el fin de la esperanza humana. Es por ello que, aunque profundamente decididos a colaborar en la instauración de un orden justo, sépase también que estamos decididos a rechazar para siempre la célebre frase un falso gran hombre y a declarar que preferiremos eternamente el desorden a la injusticia.

Extraído de la revista Combat, 12 de octubre de 1944.

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