jueves, 20 de junio de 2013

Argentinos sin alma - Por Maria Elena Walsh

NACIÓN: Sociedad natural de hombres a los que la 
unidad de territorio, de origen, de historia, de lengua 
y de cultura, inclina a la comunidad de vida y crea 
conciencia de un destino común. 
PEQUEÑO LAROUSSE ILUSTRADO 

Nos estamos quedando sin alma. No se trata de una fantasía apocalíptica sino de algo más sencillo. Se trata del alma que canta.
Toda alma nacional que se precie se expresa con letra y música. Pueden ser murmuradas o altisonantes, o sólo sílabas y tam tam, pero letras y músicas al fin, que "inclinan a la comunidad de vida y crean conciencia de un destino común", aunque sus autores no suelen proponerse metas tan ambiciosas.
Pueden las canciones desafinar o ser banales, pero mientras nazcan y se expandan según capricho de sus autores y libre elección de sus oidores, allí estarán retratando parte del alma de un pueblo real, y un preciso momento histórico de esa comunidad de vida.
Nos libre el cielo de invocar nacionalismos aberrantes y marginarnos aún más del concierto universal. Nuestra cultura se asienta sobre una saludable absorción de lo extranjero, y ojalá nunca nos encerremos en un frasquito, como el muestrario de tierras provincianas. Pero...
Vivimos cuestionando nuestra falta de identidad, y quizá no sabemos quiénes somos, pero el gesto de sintonizar la radio al menos de algo nos cerciora: somos extranjeros. Hemos sido desterrados de lugar y tiempo. No somos nada, en fin.
"La patria de un hombre es su idioma", dice José Donoso. Y esto me recuerda que, el pasado 9 de julio, los canales de TV transmitieron el Himno Nacional sin letra. ¿Se habrá descubierto que don Vicente López y Planes es objetable o es que ya no podemos ni escuchar el Himno en nuestro idioma?
En los medios de difusión, los pocos que siguen cantando en nuestra lengua nos remiten al pasado. No está mal, claro, fomentar la vigencia de los "clásicos",lo grave es que parece un procedimiento intencionado y excluyente: después de ellos no hay nada, o casi nada. Y así los zombis de las ondas nos van robando el alma y suele suceder que, inmovilizados ante el receptor, nos preguntemos: ¿Seré un cuerpo en pena?
Casi la única expresión propia filtrada en los medios es la que refleja antiguos esplendores: un mundo de padres y abuelos, de hijos nonatos o inexistentes. Reflotamos lo que hicimos cincuenta años atrás, cuando éramos contemporáneos. Es decir, cuando autores e intérpretes narraban su presente, que no es el nuestro, como astutamente deduciría Aristóteles.
La manipulación de un público "sin conciencia de un destino común" gracias a la arbitrariedad (por así llamarla) de los programadores, petrifica la rutina de muchos intérpretes: saben que si no repiten moldes gastados se harán acreedores a mayor segregación, si cabe. Es posible suponer que en muchos casos se "fabrican" y promueven malos intérpretes para producir rechazo contra todo lo que tenga características locales.
En esa idealizada era se nuestros mayores los vehículos naturales de la música popular eran, como ahora, grabadoras extranjeras y radios. ¿Han cambiado ellas o hemos cambiado de país?
Una impuesta nostalgia -sumada al Mundial de la frivolidad y el libertinaje censor- determina hasta adónde se nos prohíbe ser nosotros mismos. Y cantarnos en nuestro idioma, que es una modesta manera de definir aquella identidad tan discutida.
En materia de música popular resulta optimista decir que estamos "extranjerizados". La colonización cultural tiene su categoría y suele producir resultados nada despreciables, como la música afronorteamericana o nuestro propio folclore anónimo. ¿Y qué son sino el tango, el rock o la chamarrita, todas formas que alguna vez se crearon aquí en legítima aclimatación de especies ajenas?
Esto que sucede aquí no es sino liquidación cultural, porque el invasor (inversor) no propone -salvo exóticas excepciones- modelos emulables por su calidad, sino que impone muestras residuales de una mercadería amorfa ante la que no queda más derecho a réplica que el silencio, es decir, otra vez la gala mortuoria.
En el Brasil -remanido ejemplo pero no por eso menos ejemplar- se transmite exclusivamente música brasileña. Entre otras cosas, porque se protege la industria musical nativa mediante la exención de impuestos y otros beneficios, de modo que discográficas y negocios anexos no han fallecido como los nuestros.
No por eso los brasileños serán mejores gentes (¿o sí?), pero sin duda son más ellos mismos, y no resultan espiritualmente enajenados por la fuerza.
En nuestro ambiente artístico circula un latiguillo: "El problema es la falta de autores, no hay renovación...".
¿Y quién la prohíbe sino esos mismos dómines asalariados que la sentencian?
"El problema" se nos plantea en pleno rostro a los que mal que bien algo hicimos en la materia... y quizá seguiríamos haciendo si el papirotazo no nos diera la Pálida hasta enmudecer...
Quizá no hayamos autores, quizá no vuelva a haberlos mientras sus canales de difusión estén bloqueados por sonidos que vienen prefabricados y envasados del exterior. Un autor no surge sino del estímulo, no crea para guardar sus papeles en un cajón, como podría hacerlo un poeta o un filósofo. Un autor hecha a rodar objetos vivos, para su consumo inmediato y ojalá perdurable.
"Nadie quiere cantar mis nuevos temas, me dan por muerto, sólo se interesan por lo que compuse hace cuarenta años..." Estas palabras no fueron pronunciadas públicamente por un autorejo resentido sino por el ilustre Enrique Cadícamo. ¿Qué podría decir el joven incipiente o el maduro interrumpido!
La impolítica cultural reinante cierra el paso a toda posibilidad de renovación, y eso nos proporciona otra certeza para agregar a nuestra indecisa identidad. De algo podemos estar seguros: no debemos ser contemporáneos.
Nunca es mal momento para denunciar las distintas variantes del robo. El patrimonio cultural es uno solo, aunque aquí nos preocupe especialmente la música popular en nuestro idioma. También se nos despoja de la herencia universal, al condenarnos a escuchar música clásica sólo en días de duelo (y ya ni eso, porque las grabadoras la han reemplazado por Clayderman en los últimos óbitos).
En cuanto a los parias compatriotas que componen música culta, pese a sus glorias cosechadas en el exterior, podrían exhibir un lujoso certificado de defunción en vida paralelo al diploma del Conservatorio.
Hace poco se reunieron en un país de América representantes de todas las compañías discográficas y al parecer allí decidieron cuál será la música que fatalmente deberemos consumir durante la próxima década.
¡Será muy útil, mientras tanto, seguir discutiendo obviedades tales como si lo que hace Fulano es tango o no es tango, si hay un rock que pueda llamarse nacional, o si tal autor escribió una palabra objetable! ¡Con qué comodidad nos seguirán devorando los de afuera!
Tomar con resignación ese copamiento de nuestra geografía espiritual no es sólo poco ético sino bastante paradójico, puesto que a diario se nos inculca fe en valores espirituales y se nos arma paladines contra todo tipo de materialismo.
Las soluciones coercitivas -ingenuos festivales nativistas o "música obligatoria", pongamos por caso- no parecerían las más apropiadas. En cuanto a la buena voluntad de los organizadores de concursos, no hacen más que tapar con el dedo el agujero en el fondo del barco inundado.
Un principio de solución residiría en crear una política económico-cultural semejante a la brasileña en este asunto y la apertura total e incondicionada de todas las compuertas que cierran el paso a la creación, difusión, promoción y venta de la música popular de cualquier género que en esta tierra se produjera. Y que sus programadores demostraran la misma idoneidad y decencia requeridas a un chapista o una enfermera.
Mientras tanto, los ciudadanos dispuestos a defender nuestras fronteras físicas nada hacen para detener la invasión de los bárbaros que avanza por las ondas y arrasa con ese famoso "estilo de vida argentino" que tan altivamente queremos preservar.


Artículo aparecido en Clarín, 7 de octubre de 1980 

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