Hoy presentamos un resumen muy ajustado de un extenso artículo llamado “Y los intelectuales, ¿dónde están?” De Giuseppe Patella, que encontramos en la web. Lo hacemos porque es frecuente en ciertos círculos “cultos”, la confusión entre escritor e intelectual. Esperamos que el artículo aclare un poco las cosas.
Si consideramos la actual y progresiva irrelevancia de los intelectuales, su escasa influencia sobre los procesos decisionales de la sociedad, su definitiva pérdida de prestigio social, ¿podemos concluir que los intelectuales son una clase ya extinta o en un avanzado proceso de extinción? En la sociedad contemporánea han cambiado muchas de las condiciones que garantizaban no sólo su acción, sino también su sobrevivencia y, por ende, hoy lo que está en discusión es precisamente su razón misma de ser.
Por su parte, en la actualidad es notoria la declinación del lugar del compromiso y con ello parece ser ya superada también la época señalada por Jacques Derrida como “la tentación de Siracusa”, que se puede entender como la época dominada por la tentación recurrente de los intelectuales para intervenir directamente en política, para aconsejar a los detentadores del poder y, de algún modo, desviar o condicionar el curso de la historia.
Sin embargo, en nuestro tiempo, en el cual por fortuna hemos abandonado la órbita de una filosofía política de inspiración platónica según la cual el filósofo y/o el intelectual se erigen como una figura superior, es decir, los detentadores de la verdad, estamos, a pesar de ello, aún en la búsqueda de una nueva manera de pensar la relación entre filosofía y política, entre saber y poder, entre literatura y sociedad.
Hoy, las transformaciones más importantes son muchas y respectan sumariamente la corrosiva influencia de la dimensión del mercado sobre la vida intelectual, institucionalizándola y profesionalizándola. El creciente poder de los medios de comunicación y del sistema de la comunicación, cancela cualquier espacio residual de autonomía y prejuicia la libertad identificable con la figura del intelectual crítico tradicional.
La posmodernidad ha representado el momento histórico en el cual se ha disuelto la función política y social del intelectual, en la cual se observa la declinación del papel del intelectual tradicional. De igual manera, representa la época del auténtico triunfo del intelectual, el momento histórico de su máxima penetración en la sociedad gracias al sistema de la información y de la comunicación generalizados en el cual vivimos. Es decir, con todas las consecuencias de las cuales se habló antes: pérdida de autonomía, prestigio, profesionalismo, institucionalización, conformismo, cultura reducida a business o a entertainment, etcétera. Entonces, en realidad, lo que tenemos frente a los ojos es un panorama hecho por un mundo intelectual en plena descomposición.
Con el advenimiento de la posmodernidad, la estrategia del trabajo intelectual cambia radicalmente y se coloca en el lugar de la metáfora del papel del “intérprete”. Se pasa, por lo tanto, del intelectual legislador al advenimiento del intelectual intérprete.
Los discursos de verdad, de juicio y de gusto, un tiempo administrados por estos metaprofesionales, ahora están controlados por fuerzas sobre las cuales los intelectuales mismos no tienen ninguna influencia. El control ha pasado a otras fuerzas, que no tienen más necesidad de algún tipo particular de legitimación, si no es sólo la garantizada por las mismas reglas procedurales institucionalmente mantenidas y garantizadas por el potencial productivo de su tecnología. Ahora bien, predomina una nueva autoridad: el mercado (y el sistema de comunicación) en cuyo “precio y 'demanda efectiva' detentan el poder de distinguir entre lo verdadero y lo falso, el bien y el mal, lo bello y lo feo” (Bauman, 1992, p. 180).
Hoy nos encontramos con cada vez más figuras de intelectualoides, como son llamados por ejemplo por Corinne Maier (2007) en un reciente panfleto. El intelectualoide sería la versión trash del intelectual, es decir, la banalización y la vulgarización de un papel antes reservado a pocos elegidos y hoy vuelto masivo, el intelectual prét à porter, democrático si lo queremos, en la portada de todas las revistas, en grado de poner conjuntamente bellos discursos vacíos hechos de frases hechas y palabras difíciles, con la capacidad de expresar su opinión sobre todo y sobre todos estando cómodamente sentado sobre el sillón de un estudio televisivo.
De este modo, el intelectualoide sería un intermediario cultural, una suerte de sustituto de la cosa escrita, al cual no le sirve el verdadero talento o la creatividad, le basta sólo un poco de competencia y de habilidades, una buena dicción y un poco de saber hacer.
Manejando términos vagos como 'ley', 'poder', 'maestro', 'mundo', 'rebelión', 'fe' , terminan de este modo con saturar el campo de la realidad. A diferencia del intelectual de inspiración iluminista, animado por ambiciones universalistas, se adviene a la formación del intelectual que no piensa más en la representación de la verdad universal, sino en la afirmación cuando más de la identidad de un grupo o de una realidad de dimensiones particulares. Si el intelectual legislador, para decirlo aún con Bauman, era aquel que en nombre de principios universales distinguía con autoridad entre distintas opiniones y estaba en grado de tener un impacto directo sobre la formación de la opinión pública, el intelectual posmoderno, en su calidad de intérprete, se preocupa solo de agilizar la comunicación y de vender de la mejor manera sus propios recursos sobre el mercado de la comunicación.
No es fácil, sin embargo, estar en el mercado mediático intelectual; es necesario poner atención a no moverse a contracorriente, sino nadar hábilmente en el mainstream, colocarse en el centro de la actualidad, ponerse en la misma frecuencia de onda de la ideología dominante, sabiendo que la palabra es más importante que el pensamiento, que la opinión pública es más importante que las ideas, que el paratexto es más importante que el texto. En el fondo, sucede que es necesario aprender a disimular y a cuidarse muy bien en la utilización de la única auténtica arma del intelectual, es decir, la crítica, para servirse hábilmente de términos y conceptos grandilocuentes para dejar en el fondo las cosas como están y legitimar de facto el statu quo. Sobre este terreno es, entonces, fácil terminar por hacerle la competencia a los periodistas o confundirse con ellos, que son, en efecto, los auténticos patrones del escenario mediático y del business intelectual y, al final, es inevitable que todos ellos se encuentren comiendo en la misma mesa, como se dice por ahí. En este sentido, los nuevos intelectuales, los intelectualoides o los intelectuales posmodernos del tipo que se quiera, no tienen más la necesidad de títulos académicos o de cátedras universitarias, antes bien, sólo de una maquillista y un micrófono. Alguien ha escrito que estos son “los nuevos perros de guardia” del poder, pero lo que es cierto es que hoy ellos se han vuelto los promotores centrales del conformismo existente, los verdaderos filisteos de nuestro tiempo.
De este modo, si de un lado el crecimiento de un mercado de las ideas ha favorecido la profesionalización de la actividad intelectual, por el otro, el aumento de la demanda de trabajo intelectual le ha impedido un auténtico ejercicio libre y autónomo.
La auténtica amenaza que hoy cae sobre los intelectuales no es el academicismo, el aislamiento o el espíritu comercial del periodismo y de la industria editorial, sino el profesionalismo. Es decir, la actitud de quien piensa que desarrolla su tarea como cualquier trabajo, entre las nueve de la mañana y las cinco de la tarde, echando el ojo al reloj con algún coqueteo al correcto estilo del presunto profesionista verdadero: no crear incidentes, no separarse de los modelos y de los limites convencionales, mostrarse disponibles al mercado y, sobre todo, mantener el sentido del deber políticamente correcto: no hay que prestarse a ningún juego, no hay que descender sobre el campo de la política, hay que mantenerse 'objetivos. En estas condiciones, además, la especialización termina con asesinar aun el entusiasmo y el placer por la investigación, que son notablemente dos elementos constitutivos de la identidad del intelectual.
El intelectual que vincula sobre los medios de comunicación sus propias ideas, de este modo se ha transformado en una mera figura al servicio del espectáculo. El intelectual independiente que un tiempo se movía por afuera o en contra del sistema, hoy ha dejado el lugar a su contrafigura, o sea a un personaje perfectamente incrustado en el sistema, siempre en la búsqueda de una nueva tribuna mediática y, sobre todo, siempre con más necesidad de reconocimiento académico e institucional. Ahora bien, la cosa interesante es que aquellos que hoy defienden el statu quo no son más los representantes del conservadurismo cultural, antes bien, los intelectuales de la derecha con frecuencia son reticentes a la vida cultural y desearían ver cambios profundos en el nivel cultural e institucional. La defensa de las instituciones formativas y culturales, tradicionalmente asumidas por la derecha, ha sido apropiada por los profesionales y por los expertos dedicados al trabajo intelectual. De aquí, pues, que se pueda indicar el profundo aire de neoconservadurismo que ha terminado por acompañar las discusiones alrededor el papel de los intelectuales. Y esta atmósfera de conformismo, como hemos visto, se ha difundido muchísimo entre los académicos de profesión, según los cuales cualquier discurso que se atreva a tomar en consideración la actual crisis del trabajo intelectual es liquidado despreciativamente como si fuera un lamento por los buenos tiempos perdidos. Esta repetida defensa del statu quo, esta cancelación por las exigencias del institucionalismo académico, en realidad es una cuestión inédita, no tiene precedentes en la historia intelectual de la modernidad y, por lo tanto, como sostiene Furedi (2007, pp. 64-66), muestra toda la peculiaridad de la llamada vida intelectual en los inicios del siglo XXI. En este sentido, se puede decir que el auténtico nuevo intelectual es el intelectual conformista, aquel que en nombre de la legitimación y de la autoridad garantizada por las instituciones de pertenencia abdica a la propia independencia y autonomía.
El verdadero peligro de nuestro tiempo es el profesionalismo, o sea el riesgo que el intelectual se vuelva un perfecto empleado del conocimiento, un trabajador intelectual modelo, integrado y pacificado. Ahora bien, si en la situación de decadencia del universalismo de los valores y en el horizonte de la llamada cultura comunicativa no hay más un espacio para el intelectual como legislador, ya que sustancialmente él ya no tiene más el control de las fuerzas del gran mercado de la comunicación. Esto significa que está fuera del juego en modo absoluto no sólo la vieja figura del intelectual como docto, ya teorizada hace dos siglos por Fichte y que en varias formas ha permanecido, a pesar de todo, aún en los inicios del siglo XX, y cuya misión era favorecer el progreso universal de la humanidad, sino también la del intelectual como faro-guía, que toma posición sobre las distintas cuestiones de la vida colectiva e indica la dirección por seguir, expresión más profunda del control de los vínculos saber-poder, así como aquella tipología del intelectual orgánico teorizada por Gramsci (1949).
Es necesario, a mi parecer, reconocer que los intelectuales hoy no están en grado de controlar los complejos procesos de los vínculos saber-poder, no tienen más alguna autoridad auténtica ni legitimación social, no representan más el pegamento ideológico de una comunidad y no pueden, por tal, ni mediar ni gobernar culturalmente esos procesos.
Entonces, ¿todo esto significa que quizá debemos rendirnos frente al conservadurismo dominante y al conformismo de los actuales intelectualoides? No, al contrario, me parece hoy como nunca necesario resistir a estas tendencias y correr incluso el riesgo de ser intercambiados por los llamados nostálgicos o pasar por laudatores temporis acti, confirmando ante todo la independencia y el fuerte valor simbólico del trabajo intelectual, que siempre es una actividad de búsqueda esencialmente libre, autónoma, desinteresada, más allá de la mera lógica de la ganancia y del sistema de la comunicación hoy dominante, y que en el fondo es del interés de todos continuar salvaguardando. Por ello, el intelectual es y así queda, producto de un saber y portador de un conocimiento cuya naturaleza simbólica y social es profundamente antitética a la mera lógica del mercado y no es reducible a una mercancía con el fin de sacar algún lucro de ello. Y si como conclusión queremos preguntarnos cuál es la utilidad del trabajo intelectual así entendido, podemos siempre recordar como escribía Adorno (1986, I, p. 404) que “con frecuencia sucede en la historia, que un trabajo que persiga objetivos puramente teóricos se ha revelado capaz en los hechos de transformar las conciencias y, por consiguiente, la realidad social misma”.
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