Yo manejaba lo más rápido que podía por el camino de tierra. Los golpes de viento levantaban polvaderas que no me dejaban ver bien. El auto era viejo y por algún lado se colaba el polvillo que primero flotaba y después se iba pegando en el tablero, en los asientos y en mi ropa. Sabía que tenía que tener cuidado con la última curva, la tierra suelta hace patinar tanto como el barro y si no entraba bien me iba a ir de cola.
El mandado que tenía que hacer no me gustaba, no me parecía bien. ¡Ir a molestar a los Meritorios Personajes, qué ocurrencia! ¡Después de tanto tiempo, con todo lo que habían trabajado! Al principio pensé en negarme, pero, en realidad, no podía; era mi parte de participación en un sistema participativo y nadie puede negarse a participar. (No es cumplir órdenes, no hay que confundirse, es ejercer el derecho de participar).
Habíamos dado tantas vueltas con ese tema y con otros tantos, y no lo habíamos podido resolver. La falta de resolución de los problemas se adjudicaba a la resistencia al cambio, tan estudiada, clarificada y hasta cuantificada por los especialistas.
Cuando los Meritorios Personajes aportaban ideas basadas en su experiencia convertida ya en sabiduría, se rechazaban por obsoletas. Los nuevos vientos propiciaban el cambio, el gran cambio. El cambio organizado, pensado, consecuente y obsecuente con el mandato mundano.
Después de mucho cavilar y al cabo de varias reuniones participativas en las cuales se programó la participación en otras reuniones en las que se decidió ampliar la participación para volver a reunirse y analizar de nuevo las situaciones, se resolvió buscar el aporte de los Meritorios Personajes, tan dejados de lado por su perseverancia heroica para mantener de pie los ideales que los sustentaban.
Y ahí iba yo, que había tenido el honor de ser su discípulo, a buscarlos. Me preguntaba cómo lo tomarían los Meritorios Personajes, de creencias tenaces y acciones estables, características que no por obviamente necesarias sean frecuentes en quienes más se necesitan.
Por haberme distraído pensando todo esto, el auto se me fue un poco en la última curva, pero logré controlarlo. Ya llegaba.
El parque se veía lindísimo en esa época del año. Al entrar fui reconociendo los lugares que había recorrido acompañándolos.
Seguía preguntándome si no hubiera sido más fácil atender sus razones y seguir su ejemplo desde el principio, que ir a buscarlos ahora, cuando a pesar de lo que dijeran los demás, yo sabía que era tarde, que ya no podían regresar como pretendían. Era tarde para darles la razón, pero no para atender sus razones.
Paré el auto en el mismo lugar que el último día. Era un lugar tan apacible que sentí ganas de quedarme.
Reconocí los canteros y los bancos de piedra, y cuando llegué, más por respeto que por ritual religioso, me arrodillé junto a sus tumbas y me puse a llorar.
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