miércoles, 26 de junio de 2013

La Hamadríade - Por Ezequiel Feito

I

No fue sino en otoño, cuando por un campo
extraviado iba siguiendo el vuelo de unos cuervos.
De unos pobres cuervos que olvidados, quizás, por la bandada
desteñían en el aire un vacilante vuelo.
Cortaba con mi paso la maleza repetida
que llevaba a un bosque guardado con recelo
por el viento de la tarde, el más frío, el que cierra
las pesadas puertas del glorioso infierno
al barrer las tumbas y limpiar las zanjas,
ocultando al tímido pez en el silencio
de un riachuelo breve que corta la  memoria
de la tierra llana en el otoño quedo.

“¿Quién se atreverá ahora a soportar este peso.
- dije mientras acortaba la distancia -
Este peso de cielo inacabado y casi extenso
que resignará en mi carne a su última víctima? (Yo sabía
que un fugitivo jamás coloca en sus pies el sueño,
y que la tierra hierve y la tormenta nos palpa
buscando en nosotros lo que quedó del viento).

Gravemente pasaron por la encina aquellos cuervos
Una solitaria encina que dormitaba en un claro,
cuya sola belleza contrastaba con todos
los troncos leprosos del bosque sin dueño.

El sol dejó de fatigar mi cabeza y una luna
curiosa y extraña
pareció envejecerme casi por completo.


II

Me detuve en un claro, como si estuviera
mi andar calculado.
Y aislado de la temprana noche, de la tormenta y del viento
cerca del venerable tronco de aquella encina joven
pregunté a mi alma “¿La conoces? Creo
haber estado aquí hace algún tiempo.”
(Afuera, la tormenta cosechaba
con su guadaña de oro afilada en el crepúsculo). Algunos cuervos
que habían ganado las ramas bajas, incansables picoteaban
extrayéndole a mi pecho sus secretos:
“¡Tú la conoces! ¡Es la encina que has soñado tantas veces
bajo la tormenta, como dentro un sueño!”


III

Reposé en un musgoso claro que a través de tanta luna,
repetía en el bosque su figura entre las piedras.
En las incansables piedras; en las leprosas piedras
                                                              /cuya herrumbre
parecía tristemente solitaria,
y a la orilla
del melancólico arroyo, sobre la piedra pálida
me senté y bebí un agua cristalina
que resonó dentro de mí como una cascada
llena de un júbilo que ya no conocía.
Alcé mis ojos mientras que en el bosque
esa agua barría las cenizas
de un inútil sacrificio.
“¿No es esto bello?”  decía
 y mis pies ya no pisaban la marchita hierba,
ni las rocas tenían la leprosa herrumbre, ni el bosque era siniestro,
y los cuervos, espantados, se alejaron con escandalosa prisa
mientras la confundida luna, una leve excusa intentaba
para el feliz reír del cristalino arroyo.


IV

El tumultuoso viento había callado, la curiosa nube enmudecido.
La serena luna iluminaba aquel paisaje con su brillo
cuando volví a mirar la encina que en su plenitud ganaba
las refrescantes gotas del audaz rocío
como si tuviera un verdor de madura plata.
Partióse de repente y de aquel glorioso árbol
salió Ella, la única, la imposible describirla,
mientras el arroyo a la densa luna devoraba.

Sólo la miré. Fue un roce apenas
que corriendo como un destello de clara inteligencia
me hizo comprender el porqué del bosque y de la piedra,
como si leyese a través de las palabras,
de los cuervos, del campo a medianoche que dormido me esperaba,
y de la detenida luna que de a ratos miraba, prisionera,
de aquel hechizo cuya vida mide la madera milenaria.

Ni el fin del universo, ni el principio
que anima el alma. Ni la muerte, ni el amor
ni el angélico poder de las palabras
fue de lo que hablamos. Porque todo
es contemplar y reflejarla.
¿Por qué el comprenderlo todo?  me decía  Y mi alma
se llenó de la eternidad del que detiene
las palabras.

“¿Es así lo bello?”  finalmente pregunté  “¿El fin del arte,
es la anticipación plena de lo que es el cielo?
¿O este único paisaje, este único momento
es la resurrección de mi perdida Ulalume?”


V

Sé que vengo aquí desde hace muchos años
repitiendo
estos mismos pasos, este mismo bosque,
este mismo sueño,
y converso con la bella Hamadríade
con un lenguaje que olvido a mi regreso.
Pero no la olvido a ella. No. Ni a las respuestas,
ni su profunda compañía, ni aquel secreto.

VI

¿No parece retroceder el bosque cuando vuelvo?
El pasto, ahora envejecido
bajo el débil y torpe sol de invierno
parece reír con mis pisadas,
mientras que a lo lejos
la luna me saluda cuando es quebrada;
y sé que no es de noche, ni es otoño
cuando feliz regreso con la mitad del alma.

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