Recuerdo claramente aquella clase
cuando hacia mapoteca
nos mandaron a devolver América.
Salimos hacia un pasillo interminable
amarillo y gris, iluminado apenas,
sin árboles ni arroyos,
ángeles o estrellas
que pudieran esconder nuestra primera fuga.
Tan sólo la severa
geometría de un corredor muy largo
que doblaba fatalmente a la derecha.
Corrimos felices,
el mapa en nuestras manos...
¡Habíamos esperado tanto tiempo
salir juntos por la desierta escuela
que a la mitad del pasillo nos besamos
bajo el serio rostro de un prócer cualquiera
quien dentro de su marco hubiera dado
toda su gloria por una boca fresca!
¡Tan corto fue aquel beso!
¡Tan corta la carrera
que volvimos tomados de la mano
y así, sin darnos cuenta
entramos simplemente a nuestro grado!
Allí, nuestra maestra
sonriendo tras la mesa,
pudo, quizás, adivinar la historia
de dos niños que volvieron sonriendo
trayendo en sus labios la pureza
de aquel primer beso.
La clase siguió, y al tiempo, la escuela
se plegó, diminuta, en el mapa grande.
Se hundieron sus muros y el largo pasillo
amarillo y gris con su prócer nadie,
pero entre las ruinas aún pueden verse
correr a dos niños y después besarse.
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