miércoles, 26 de junio de 2013

Crónica de un hombre perfecto - Ezequiel Feito

Quizás ustedes no conozcan la historia que les voy a contar ahora: La historia de Anacleto. O si.
Anacleto fue un hombre honrado; honradísimo, un ser incorrupto -¡En serio les digo!-
que jamás transigió -¡No se rían!- con nada malvado ni con nadie en lo que respecta a principios -¡Callen esas risas!-
Yo mismo lo vi hace seis años; si hubiese estado de rey o de presidente, seguramente las cosas en este mundo serían de otro modo.
Era una persona huraña a su manera; tenía un empleo, una casa, un auto, una vestimenta, un rostro y hasta un nombre común y corriente. Nada lo diferenciaba de los demás. Solo en su interior, pienso, era alguien único, especial, magnífico. Continuamente paseaba su nobleza interior por toda la ciudad sin que nadie lo notara, hasta que cierta mañana, profundamente harto de que la gente le hiciera muecas, hastiado de oír muchas cosas, cansado de ver siempre lo mismo, aburrido de presenciar los mismos delitos y las mismas mentiras, se sentó en el banco de una plaza, frente a un enorme pino que aún  conserva su verdor jovial y comenzó a mirar en toda dirección como quien busca algo para justificar la vista.
Desde ese punto solía verse una gran parte de la plaza: árboles, flores, pastos, senderos de piedra, retamas, pérgolas; y exactamente a su espalda, estaba la calle principal por la que continuamente pasaban tanto autos como personas.
Anacleto miraba atentamente ese paisaje profundamente tranquilo y feliz, hasta que de repente unas personas cruzaron delante de él como profanando su interior inexpugnable con la oscura, deleznable y hedionda mancha del pecado, por lo que, lleno de santa ira comenzó a ordenarles que se fueran.
Las personas lo miraron primeramente con miedo, luego con duda y por último con desprecio, insultándolo y desafiándolo a que los hiciera salir de allí.
Anacleto se fue muy preocupado por lo que él consideraba que era una actitud desafiante a las leyes y al bien común; veía en ellos el gérmen de la disolución del país, el numen revolucionario al revés de la sociedad; la hidra que corrompía aún al mas puro de los principios éticos y morales.
Fue rápidamente a su casa y una vez solo y aislado del mundo, comenzó a redactar un código de leyes propias con artículos e incisos minuciosamente detallados, que cuando acabó, releyó y aprobó por unanimidad, las llamó con el nombre de Leyes Anacleto. Comenzó luego con un borrador de cómo sería la estructura municipal, provincial y nacional para que funcionen, y así, en el término de un mes, había redactado todas las leyes y descripto todos los organismos de gobierno de una nación, tarea que a cualquier país medianamente civilizado le hubiera demorado no menos de 200 años.
Redactó, pues , Anacleto esas leyes por escrito, las imprimió, y con ellas hizo un libro. Entonces con su libro en su mano, salió a la calle para ver quienes cumplían o no esas normas. Se sentó nuevamente en el mismo banco, pero esta vez comenzó a mirar persona por persona, las acciones que hacían para compararlas con sus leyes. Inmediatamente, Anacleto pasó de legislador a juez y de allí a verdugo.
Desde su banco, ejecutó a no menos de cincuenta personas, encarceló perpetuamente a setenta; a otras diez puso cepo, a cinco multas y a las restantes, una suerte de destierro forzoso.
Día tras día, Anacleto realizaba ese trabajo profundamente satisfecho de su labor, reformando sus leyes por otras mas duras. Y al elevar las penas, elevó también la cantidad de ejecutados, encarcelados, multados y desterrados.
Desde aquel momento, Anacleto comenzó a caminar mas erguido como un semidiós: En su casa tenía todas las actas de los juicios que había hecho cuidadosamente archivadas y clasificadas, de tal modo que había llenado una biblioteca completa solamente con los ajusticiados.
Todos los días, Anacleto iba a sentarse en su banco de juez y verdugo en el banco de su plaza junto a su rígido cuaderno de austeras tapas negras y su lapicera fuente suficientemente cargada, hasta que un día faltó para siempre.
Su desaparición no fue en vano, ya que muchos, quizás contagiados por su presencia o entreviendo sus ideas, tomaron ese oficio en forma casual o inmediata, cambiando el austero cuaderno y la formal lapicera por arcoirisadas biromes y variopintas carpetas, saliendo así a recorrer el mundo con la feliz satisfacción del deber cumplido.
Así ha sido y así será -(¡No se rían. Por favor, no se rían!)

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