miércoles, 26 de junio de 2013

NIÑO DE LAGO SANTO Por Jorge A. Dágata

Apenas puedo asegurar que tenía aspecto de niño y merodeaba por el lago. Lo demás fueron especulaciones, comentarios, referencias vagas que tal vez llegaran a conformar un mito. La reconstrucción difícil que posibilitan datos imprecisos de distintas épocas y fuentes diversas, con más sospechas que certezas.
Lo describían de piel tostada y ojos levemente achinados, el mentón que se prolongaba afilado bajo una boca pequeña y una nariz perfecta; la cara despejada de un cabello siempre desgreñado, a veces oscuro y otras casi dorado, cuando lo habían visto con el sol atravesándolo, erguido sobre un promontorio distante.
Algunos figuraban el cuerpo delgado, encorvado hacia adelante con un andar simiesco. Aunque los brazos no fueran muy largos, parecía arrastrar las manos tocando el suelo. Otros lo recordaban alto y recto, esperando a los curiosos con desafío en los sitios más escabrosos y aptos para desaparecer en cuanto se le acercaran. Todos coincidían en que no usaba vestimenta ni calzado y no hay un solo testimonio que le adjudique habla, siquiera la más elemental. Pueden desecharse sin temor las suposiciones sobre su origen, nombre o edad, porque unas a otras se contradicen groseramente.
Niño de Lago Santo fue el nombre que le impuso por primera vez un médico de la ciudad a quien convocaron los vecinos notables, preocupados por el caso, para que ayudara a rescatarlo por ver qué podían hacer con él. Como era único y descriptivo, así se le siguió llamando desde entonces.
Le pregunté, décadas más tarde, por qué había elegido Niño de Lago Santo.
-Niño porque lo parecía-fue su respuesta indiferente.
-Todos dicen eso.
-Sí... Aunque carecía de una propiedad común a cualquier niño; casi diría esencial. En tanto tiempo, no hay pruebas de que creciera. Quienes tuvieron oportunidad de verlo, o la suerte si lo prefiere, desde abuelos a nietos, concuerdan en describirlo niño. ¿Es posible? No. Un absurdo. Y no es que se refirieran a una condición mental, o de personalidad. Es una imagen de niño, siempre lejano y desconocido, pura diría yo; visual, si así lo imagina mejor. Ninguno de quienes lo vieron más de una vez, que son pocos, en oportunidades separadas por años, notaron algo que diferenciara la nueva figura de la anterior, esa que conservaban nítida en la memoria. Un misterio o llámelo como quiera.
-¿Y que hay del lago? ¿Por qué lo llamó Santo?
-Se me ocurrió el nombre. No tenía otro. Es una cavidad insignificante entre las piedras, en ese lugar alejado, podríamos decir, de todo. Por ese entonces yo venía con bastante experiencia de vida, no tanta como la que hoy tengo, por supuesto. Pero quizás me atrajo el contraste entre este lado, los ruidos, luces, gente, usted sabe... Aquello me sedujo, ajeno a toda corrupción, tan evidente, tan puro si le parece, que merecía ese nombre. Tal vez me influyó alguna reminiscencia religiosa, no sé...
-Yo diría más cercano a la pureza que a la santidad. De todos modos, en ocasiones el agua está revuelta y barrosa, o aparecen flotando animales en putrefacción...
-Pero así quedó el nombre. Es cierto lo que usted dice. Me hace pensar ahora si esa pureza o santidad no significarán que tiene la capacidad de regenerarse, a pesar de la suciedad o corrupción por que atraviese en algunos momentos...
-Contingencias deslicé, sin saber si me escuchó.
-Ya sabe... De una manera había que nombrarlo. Algunos protestaron porque no les gustó, pero siguen usándolo. Mi trabajo, lo que me pidieron, fue investigar la forma en que sobrevivía. En particular, si se lo veía suficientemente alimentado y sano.
El médico me recordó un episodio que protagonizaron las Damas, un grupo de señoras que se interesó por el niño más o menos en la época de su intervención con los notables. Las Damas habían insistido ante el cura de la parroquia en la necesidad de rescatar esa alma y obtenían siempre evasivas. El hombre estaba demasiado viejo y ocupado como para semejante aventura. Cuando le enviaron un ayudante joven, éste se mostró más dispuesto. Las Damas prepararon durante meses la excursión. Unas semanas antes se pusieron a coser y remendar y los días previos cocinaron alimentos en una abundancia tal que una legión de niños los hubiera aprovechado. Un día, encabezadas por el joven sacerdote, partieron hacia el lago. Fue una caminata larga, por esos senderos que se pierden entre colinas todas semejantes entre sí. Se vieron obligadas a sortear peñascos y cruzar vertientes. Todas protestaron y unas pocas quedaron en el camino, pero al fin un grupo llegó. Se dispersaron por la zona y lo llamaron de todas las formas posibles, hasta una hora del atardecer en que se hacía necesario regresar. Dejaron bien a la vista, cerca de la orilla, las prendas y los canastos con comida, frutas y dulces, y se alejaron trepando hacia la ciudad.
Ya a una distancia considerable, una de ellas lo vio y alertó a las demás. El niño entraba al agua, hacía un  cuenco con las manos para beber y cada tanto giraba la cabeza hacia ellas. Agitaron los brazos, se propusieron volver, pero las circunstancias las disuadieron. Ante los gritos, el niño amagaba con retirarse a la sierra. Insistieron en señalarle los canastos y con el sol ya en el ocaso emprendieron la marcha a la ciudad. El cura cruzó dos trazos en el aire y en el vértice murmuró unas palabras. En general, volvieron satisfechas por haber cumplido lo que consideraban un deber.
Después de unos días enviaron a unos muchachos a investigar. Los canastos habían sido presa de perros vagabundos y otras alimañas. La ropa estaba dispersa en la orilla, revuelta con el barro. El médico me dio una explicación que ni siquiera a él lo convencía:
-Su único alimento es el agua. ¿Puedo asegurar que es suficiente? Ha sobrevivido. ¿Puedo decir que es un individuo sano? ¿Cómo responder a eso?
Supe de alguna gente de la ciudad que fue al lago a recoger agua, convencida de sus propiedades de rejuvenecimiento. En esos años se incrementaron el cólera y la hepatitis. Los espejos revelaban la fría y cruel verdad de que a pesar de las libaciones santas el tiempo transcurría para ellos como para todos, y la moda pasó.
Tiempo después esa aventura fue seguida por otra. Un raid policial trató de poner fin al enigma. Fue por la gran crisis, la de los desbordes sociales y la inseguridad escandalosa. Habían entrenado una docena de nuevos cadetes y acababan de recibir patrulleros y equipos de comunicación, así que el comisario decidió poner a prueba su fuerza en un operativo cuyo éxito le daría prestigio y cuyo eventual fracaso tendría muy poco efecto negativo. Una mañana bien temprano se dispersaron por la zona del lago cadetes, veteranos y voluntarios, un centenar de personas en total. Formaron un gran círculo que fueron cerrando lentamente hasta el centro virtual, el del agua, enviándose entre ellos mensajes de alerta cuando una libre saltaba de un pajonal o un zorro buscaba el refugio de una grieta. Es fama que nadie vio al niño ese día, aunque casi todos aseguraron que andaba dentro del círculo y ya con el sol bien alto no tendrían más que atraparlo y ponerlo a disposición del juez de menores, informado del procedimiento. Fue un espectáculo atractivo ver tanta policía rodeando el agua, unos refrescándose los pies y otros tirándose a la sombra de algún peñasco a descansar de la ardua mañana. Del niño no tuvieron más noticias que las que ellos mismos quisieron brindarse, unos a otros, un poco para justificar el tiempo perdido y otro poco para alimentar, sin quererlo, el mito.
Por supuesto que también yo hice mi experiencia. No una, sino varias veces llegué hasta el lago, que no me pareció más santo que otros, y menos aún pude verificar que lo habitara niño alguno. Sólo en una de esas tantas ocasiones lo vi y vale la pena relatarlo. Era un día de calor húmedo y el recorrido me había cansado, así que busqué sombra para reponerme. Ya estaba convencido de que perseguía una creación colectiva, sin más realidad que la de nuestras propias representaciones interiores, para algunos la única válida. Reuniendo las líneas que trazaban los testimonios, prolongándolas con mi imaginación, se encontraban en un punto irremediablemente vacío. En la somnolencia de ese día, mitad nuboso, mitad soleado, me pareció que de todos modos el viaje valía la pena por el descanso con que me reconfortaba de la caminata, la contemplación de un paisaje sencillamente bello y la posibilidad de aspirar ese olor a campo y piedra, junto al lago, que no sería santo pero sí refrescante y vivo, con sus juncos y pájaros y su cielo líquido en constante transformación. Alguna reminiscencia me traía todo eso de quién sabe qué ancestros.
Fue entreabrir los ojos y verlo pasar. Apurado en un recodo, al advertir mi presencia se detuvo. Me mantuve inmóvil como si estuviera dormido, sólo observándolo desde la ranura estrecha de los párpados, con la respiración contenida. Andaba encorvado, como lo habían descripto. Mientras avanzaba parecía recoger objetos invisibles. Al acercarse, más que un niño me pareció un viejo, enflaquecido y cansado de recorrer tantas imaginerías imprecisas. Se detuvo y sonrió, tal vez confiado por mi inmovilidad. Emanaba una sensación de transmitir cosas, aunque no utilizara sonido alguno. Su mano derecha se alzó en un gesto de saludo y la izquierda despejó su cara de la maraña del cabello. Así era: nariz recta, ojos un poco rasgados del color dorado de ciertas piedras, barbilla afilada, boca pequeña. No dudé que en ese momento era un niño, como antes había estado seguro de que era un viejo. Tampoco dudé que al alejarse parecía cargar sobre su espalda un peso que lo encorvaba; se enlentecía al trepar siguiendo el recorrido del sol. Subía y crecía menos ágil pero más fuerte al salvar cada tramo de dificultad, hacia la cumbre. Allá el sol lo envolvió en una piel luminosa que deslumbraba.
Sólo fue parpadear y desapareció. En su lugar quedaba un brillo enceguecedor, un reflejo inconsistente como el del sol en las vetas de mica, que tembló en el aire hasta extinguirse. Una nube oscureció el paisaje del lago. Me arrodillé junto al agua, ahuequé las manos y bebí, antes de emprender el regreso.

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