Quiero responder a tu pregunta de esa tarde, ahora que los meses transcurridos me dan la seguridad de brindarte una visión casi completa del instante, más que el ojo, más que el razonamiento y la emoción.
Comprendo tu intriga ante mi silencio de entonces; lo habrás valorado como exceso de reserva, egoísmo o juego de crear expectativas y dejarlas madurar lo suficiente hasta darles una satisfacción. Nada de eso. Cuando incliné la cabeza sobre esa losa -y no te animaste a imitarme- mis ojos llegaron al fondo de esa cavidad cuadrangular poco iluminada, trajeron de regreso una figura que no podía dibujarte con gestos ni palabras, y preferí callar.
Como si hubiese tomado una fotografía, debía someterla a un proceso, a la delicadísima revelación que no abarca la química ni cabe en las teorías estrechas de la percepción. Necesitaba transformar esa imagen latente en puntos de luz y color. Definirlos uno a uno para que tejieran lo visible. Dejarlos asomarse sobre la oscuridad de la conciencia, ordenados y firmes, hasta que conformaran el descubrimiento completo, en el que esos mismos puntos desaparecen. La diferencia con la foto es tal que me parece imposible no inteligirla: ella es química, ésta fue alquimia.
Recuerdo haberte comentado que a la derecha de la calle principal existe ese sitio con su única inscripción cavada, gastada: TITA. Y dos fechas, los extremos de un segmento: 1910-1923. En el contexto, cualquiera presupone qué hay en los trece años de diferencia. Pero la verdad, apenas rozada, desnuda su lejanía: nadie lo sabe.
También recuerdo haberte comentado que no fui el único, en estos años, atraído sin saber la causa por el zigzagueo de esa quebradura del mármol y el hueco olvidado al que da acceso.
Tita convoca a la curiosidad, incita preguntas, parece emanar una fuerza invisible, ¿magnética?, centrípeta, a la que no pueden sustraerse quienes transitan esa calle. Más de una vez oí su nombre entre la gente, siempre ligado al misterio.
Ahora, mientras te escribo, sé que la imagen no es única, ni está en la retina o el cerebro. Es tan móvil y difícil de aprehender que una estampa hubiese sido absurda y una filmación insuficiente. No alcanzarían las tres dimensiones del espacio y es vano pretender adosarle la del tiempo. Son ellos sustantivos sin sustancia para este ser que los elude, tal vez por trascenderlos. Todas las palabras que puedan pronunciarse son una red de malla muy tosca, por la que Tita se escurre como el agua, el aire o la luz.
Admito que recurro cada vez más a las comparaciones, igual que los rayos abstractos están obligados al papel fotográfico, para materializar mi visión. Ahora debieras leer esto desde lejos, como se mira un cuadro para percibirlo pleno. El juego de las palabras, el de los lugares de claridad y sombra, logran apenas referencias lejanas de lo que representan. Me resigno a aceptar que, de otra manera, nada sería transmisible.
Digo que Tita descansaba ese día en su lecho olvidado y no es verdad ni el descanso ni el olvido. Sólo era un cráneo de opaco brillo con los cabellos lanosos desprendidos y la mandíbula ridícula suelta, el testimonio de su sueño aparente; sólo su nombre sin referencias era el del olvido. Por nuestros huesos que se articulan en andar, gestos y lenguaje, por nuestros nombres que algo significan todavía para alguien, la otra realidad, la realidad de Tita, no duerme: despierta.
Digo que las lluvias y el polvo de setenta y siete años con sus cuatro estaciones vencieron las maderas frágiles de su cama, así a la carne de sus huesos, y no es cierta la derrota ni la fragilidad. Sólo era un cóncavo hueco dentro del otro cuadrangular, por el que aún el agua y la tierra que esparce el viento harán su trabajo -¿por cuántos años?-; sólo era el derrumbe de los músculos y la sangre resecos devorados: no vencidos. Sustentaban un cuerpo en la caja, y el cuerpo refería un trayecto allá afuera, al sol y a la lluvia, al hogar y a los abrazos que después fueron lágrimas. Cuando volvíamos por esa calle, el día pleno nos golpeó y nos aferramos uno al otro. La misma luz que fija las marcas secas de una foto humedecía los árboles y perfumaba las laderas de la sierra enjoyada en su magia de retamas. Regresamos al hogar y hubo risas pero luego tristezas. Y pensamos, como otros antes y después, que ha de ser frágil lo que pueda desgranarse tan fácilmente; Tita, en nosotros, otra vez saltaba rayuelas dibujadas con crepúsculos y alcanzaba este cielo del presente, por las líneas de tiza borradas de una vereda de un Balcarce que buscaríamos inútilmente hasta cansarnos, en un anhelo, el de llegar, que en cada uno la propia búsqueda resguarda intacto.
Digo además que no es posible fraccionar al tiempo, como no lo es separar un rayo de un haz de luz. Porque no existen ni uno ni el otro en las dimensiones múltiples donde nosotros, y Tita, pretendemos conformar reproducciones. Y no es verdad que las gotas del tiempo no existan: lo demuestra el que transcurre para que yo escriba cada una de estas palabras; y no lo es que cada rayo sea imaginario: oscureció, iluminó los picos de esta imagen que pretendo contarte. Nada sabemos del transcurso hacia delante, algo creemos conocer hacia atrás; y es vanidad de nuestra conciencia pretender, como algunos, que nos pertenece el punto instante engañoso en que vivimos. Sin embargo ella, Tita, abarca los momentos ya vencidos y los que no nacieron aún, frágil, dormida, derrumbada, tibia, móvil, misteriosa, como la realidad confusa que a veces creemos comprender.
Se me olvidaba recordarte que además del nombre y las fechas han dejado sobre la losa una imagen oval de esa niña, con su vestidito y su sombrero de época y una actitud de miedo o travesura ante la cámara. No creas, la química no supo tanto. No creas, en ese entonces yo no podía fotografiarla ni eludirla tus ojos.
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