El término dinero tiene por correspondiente el de mercancía. Si no hubiera mercancía no existiría el dinero. Pero en tanto la mercancía exista, lo habrá, poco importa en qué forma. La fuente de todos los abusos de que el dinero ha venido a ser el centro, está en una confusión. Se han confundido en el término y en la noción de mercancía objetos que juntos no tienen relación alguna. Se ha querido dar un valor de venta a cosas que no pueden ni deben tener ninguno.
Las ideas de compra y venta han invadido regiones en las que, con justo motivo, puede considerárselas extrañas, enemigas, usurpadoras. Es legítimo que el trigo, las papas, el vino, las telas, sean cosas que se vendan y compren. Es perfectamente natural que el trabajo de un hombre le proporcione derechos a la vida, y que se le ponga en las manos un valor que represente esos derechos. Pero aquí ya la analogía deja de ser completa. El trabajo de un hombre no es una mercancía con l razón que un saco de trigo o cincuenta kilos de carbón. Entran en ese trabajo elementos que no es posible valorar en moneda. Finalmente hay cosas que no podrían comprarse: el sueño, por ejemplo, el conocimiento del porvenir, el talento. Quien los ofrezca en venta puede ser considerado como loco o impostor.
El dinero no puede bastar para todo; es una fuerza, pero no es omnipotente. Nada complica la vida, nada desmoraliza al hombre, nada falsea el funcionamiento normal de la sociedad, tanto como el desarrollo del espíritu mercenario. Allí donde reina, todos se engañan unos a otros; no es posible fiarse de nada ni de nadie; no se puede obtener nada que tenga valor.
No somos detractores del dinero; pero hay que aplicarle la ley común: “¡Cada cosa en su puesto, cada cosa en su lugar!” Cuando el dinero, que debe ser un servidor, llega a ser un poder tiránico que no respeta la vida moral, la dignidad, la libertad; cuando unos se esfuerzan en proporcionárselo a toda costa, llevando al mercado lo que no es mercancía; cuando quienes poseen la riqueza se imaginan que pueden obtener de otro lo que a nadie es licito vender ni comprar, hay que sublevarse contra esta grosera y criminal superstición, decir en voz alta a la impostura: ¡Que tu dinero perezca contigo! Lo más precioso que el hombre tiene, por lo general lo ha recibido gratuitamente; tiene que darlo, también, gratuitamente.
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