Hace ya algún tiempo que lo había encontrado en un húmedo y terroso rincón del sótano: Estaba prácticamente desintegrado, con su tela completamente podrida y caída en jirones por la tierra; quedando solo un esqueleto de plástico gris y enmohecido, adherido a una caja de engranajes y resortes que en antaño fueron la cuerda mediante la cual se movía, saltaba, corría y hacía piruetas por todos los rincones de la casa.
Tomé con mis manos lo que quedaba de él. Mientras lo alzaba, iba quebrándose de a poco y cayendo al ávido suelo que parecía devorarlo de inmediato. Contemplé los restos de lo que fuera un perro de juguete con el que jugábamos todos los de la casa, y de inmediato subió a mi alma su recuerdo.
No se por que razón lo llamábamos “El perro González”. Quizás porque cuando lo compramos era uno de los cientos que había en la vidriera y por eso decidimos llamarlo con un apellido corriente.
No lo elegimos entre los que estaban, el vendedor sacó uno, lo probó para ver si funcionaba correctamente y envolviéndolo como si se tratase de ponerle pañales, nos lo entregó y lo llevamos a casa.
En un principio, el perro González era nuestra nueva estrella. Iba de un lado para otro sin necesidad de darle demasiada cuerda, ya que lo teníamos en brazos casi todo el tiempo como si fuera un recién nacido. A medida que pasó el tiempo comenzamos a darle cuerda y disfrutar con sus monigotadas. Siempre iba hacia donde queríamos. Aún teníamos la paciencia de dejarlo llegar o esperar hasta que le se agotara la cuerda para dársela nuevamente. A medida que el perro González “iba creciendo” para nosotros, le obligábamos hacer más cosas exigiendo al máximo su cuerda sin importarnos mucho si se rompería o no.
Lo atábamos de una cuerda y dándole cuerda una y mil veces, lo llevábamos de paseo. ¡Pobre perro González! Siempre debía someterse a caprichos y deseos cada vez mas extravagantes. Hacía todo lo que nuestra imaginación quería, independientemente le agradase o no, porque al fin y al cabo sólo era un juguete.
Lo poníamos en las posiciones mas ridículas y dándole cuerda, nos burlábamos de él. Vez tras vez inventábamos cosas nuevas y luego de comprimir el muelle al máximo nos lo lanzábamos unos a otros con cierta crueldad y violencia. Así fue pasando el tiempo y del pobre perro González iban quedando pocas cosas sanas. En muchas partes del cuerpo llevaba las huellas de nuestro trato salvaje a tal punto que en vez de verlo con cierta piedad, lo veíamos con ironía, con sorna y cierto aire de futura prescindencia. A pesar de ello, el pobre seguía haciendo nuestra tiránica voluntad, aún cuando oíamos el chirrido agudo de su caja de engranajes anunciándonos que un día no muy lejano todo iba a acabar.
Y así fue. Una tarde su mecanismo estalló y el perro González se detuvo en seco para siempre.
Enojados por habernos dejado en la mitad de la diversión, lo pateamos de un lado a otro de la pieza hasta que cansados del juego y del pobre perro González, fuimos a jugar afuera, dejándolo dentro de una caja de madera.
Al otro día, sin que supiésemos cómo, desapareció por completo de la casa. Manos piadosas, conscientes de su inutilidad, lo habían depositado en el sótano donde hoy y por pura casualidad o como una tremenda ironía del destino, la visión de aquellos restos despertó en mi una tardía piedad por el que una vez fuera el “perro González”.
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