Cerca del camino que llevaba a la vieja esquina
casi oculta por una enredadera
estaba la niña rubia, asfixiada por un muro de ladrillos.
Sus ojos fijos eran
gigantescos aguaceros. El gesto quieto
casi como un corazón dibujado en una estrella.
Los pelos rubios, el moño suelto
como una mano acariciándola. Alguien vela
un secreto apenas dibujado en su sonrisa
y en sus duras alas esculpidas en la piedra.
El brillante hierro va quemándola. Un ángel,
a su lado está llorando de tristeza.
A veces la sacan al sol de la vereda
a recibir el día o a contar estrellas
en los crepúsculos que el verano atrasa,
tan quietos y tan breves como ella.
Mientras esta allí, el ángel se levanta
y con sus manos invisibles, juega
a enredar los lirios que de la muerte escapan
hacia un trigal maduro donde habrá cosecha.
El frío y el calor apenas la acarician
la luz y la sombra la conocen siquiera,
y sin embargo un ángel fiel le va cantando
una nana infantil que la despierta.
Y ríe. Ríe con su boca ancha
que parece devorar toda la tierra,
todo aquel camino que lleva a la vieja esquina,
toda aquella soledad de la que es dueña.
Ríe, cuando en el cielo Dios su risa guarda
mientras que a su lado ríe el ángel
y la besa.
En la pronta eternidad correrá con ángeles
que llorarán y reirán con ella.
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